sábado, 18 de mayo de 2013

Armamento utilizado en el territorio argentino

(Parte I)


INTRODUCCIÓN


Fernando V e Isabel I de España lograron conformar extraordinarios ejércitos, de los que se sirvieron para luchar por la reconquista de la Península Ibérica desde 1481 hasta 1492, logrando la expulsión definitiva de los moros de ésta.

En la última década del siglo XV, estas tropas veteranas, fueron reorganizadas, dando paso a un ejército permanente, bajo control absoluto de la corona. Este ejército, marchó contra Francia en la Campaña de Italia, al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, a quién le cupo ser el primer militar europeo, en comprender y utilizar la potencia de las armas de fuego portátiles, como así, tener bajo su mando al primer ejército europeo regular, en cuyas filas enrolaba hombres que llevaban una década peleando sin cesar y con él reconquistar Nápoles en 1505.

Fernández de Córdoba, apodado “El Gran Capitán”, entrenó a una parte de su infantería siguiendo las tácticas de los piqueros suizos y hacia el 1505 disponía de un disciplinado conjunto de piqueros y arcabuceros, que combinaban y complementaban las ventajas de ambas armas. Fue la primera aplicación de criterios modernos, al entrenamiento y organización de los ejércitos europeos y su influencia dominó los campos de batalla del continente durante setenta años.

Luis XII de Francia reinició las hostilidades en 1508 y la lucha continuó hasta 1514; al año siguiente, Francisco I de Francia nuevamente declaró la guerra, que esta vez duró solo un año, firmándose una paz que se prolongó hasta 1521. Por primera vez en veinte años, los soldados españoles estaban desocupados y esta situación los condujo a ofrecerse como voluntarios para ir a las tierras americanas recién descubiertas.

Estos soldados eran duros, valientes e implacables, habían enfrentado con éxito a los ejércitos del Islam y de Francia. Terence Wise, en “Los Conquistadores” (Tropas de Elite, Vol. XXVI – Osprey Reed Consumer Books Ltd. -1991, Londres, R. Unido y Ediciones del Prado – 1995, Madrid, España), brinda una interesante semblanza de ellos:

 “No sólo eran invencibles, sino que sabían que eran invencibles; y cada vez que se enfrentaban en las Américas a miles de indios, su primera reacción, sin que les importara la enorme diferencia numérica, era avanzar siempre, con la caballería cargando arrogantemente contra el grueso del enemigo”.

Cuando se toma en cuenta, el número de efectivos españoles que intervinieron en la conquista de los territorios americanos, se aprecia, en su justa medida, esa soberbia, esa seguridad en la propia capacidad, demostrada hasta el hartazgo en las luchas peninsulares.

Así, Hernán Cortés enfrentó, con cuatrocientos hombres, quince caballos, diez cañones pesados y cuatro ligeros, al Imperio Azteca, que disponía de un ejército de más de cuarenta mil hombres. Jorge Hohermut, a su vez, con quinientos nueve hombres, emprendió la conquista de Venezuela en 1535 y Pizarro invadió Perú con ciento seis infantes y sesenta y dos a caballo.

TÁCTICAS DE COMBATE

Es justo es señalar, que este ejército conquistador tenía poca similitud táctica con los invencibles ejércitos peninsulares. Las armas de fuego, eficazmente empleadas en la Campaña de Italia, poco se utilizaron en América.

El mosquete de la primera mitad del siglo XVI, era útil en las disciplinadas batallas europeas libradas en terreno abierto, pero no resultaban adecuados para el teatro de operaciones americano, habida cuenta de su clima y terreno. Su empleo eficaz, necesitaba de una horquilla de apoyo, pólvora de grano fino para el cebado de la cazoleta, de grano grueso para la carga impulsora y mecha encendida antes del disparo, mediante pedernal y yesca, elementos y circunstancias todas ellas, imposibles de cumplimentar ante ataques sorpresivos que eran moneda corriente en América. Puede citarse, a título de ejemplo, que los pueblos originarios de Perú y del Yucatán desplegaban acciones de guerrilla que neutralizaban totalmente el accionar de los arcabuceros y mosqueteros.

La ballesta, otra arma que en Europa había rendido grandes resultados, tampoco los dio en el continente americano. El potente dardo, era capaz de hacer estragos en indígenas que no vestían las armaduras metálicas o las defensas de cuerpo europeas, pero el proceso de carga, basado en el empleo de complejas poleas y cremalleras, hacía que los ballesteros quedasen alejados por largos períodos del eje del combate y los indígenas eran miles.

Los relatos de la época señalan reiteradamente, que los arcabuces y ballestas tras pocas semanas de campaña, quedaban inutilizados por el óxido o la podredumbre de las cuerdas y al cabo de algunos meses eran totalmente inservibles. Estas circunstancias tuvieron gran efecto sobre la integración de los ejércitos conquistadores, así en el ya citado sito de Tenochtitlán, que presentaba condiciones ideales para el uso de este tipo de armas, los ochocientos cincuenta infantes de Cortés incluían entre ciento veinte y ciento sesenta ballesteros y arcabuceros; mientras que, cuando Alvarado atacó Quito con quinientos hombres, cien de ellos eran ballesteros y ninguno arcabucero.

Otro gran inconveniente, para la utilización de las citadas armas, era el abastecimiento de proyectiles. En el sitio de Tenochtitlán, Cortés dispuso entregar a los indios “amigos” de Texcoco, modelos de astiles y puntas de saeta, para que se realizaran ocho mil copias de cada muestra. En ocho días le fueron entregados cincuenta mil astiles y otras tantas puntas de cobre para los mismos, estas últimas consideradas de calidad superior la muestra, quedó a cargo de los ballesteros españoles el pulirlas, aceitarlas y emplumarlas.

En el caso de las armas de fuego, la situación era mucho más grave, durante las mismas acciones, Cortés sólo dispuso de quinientos diez kilos de pólvora para proveer a todos sus arcabuceros, a los tres cañones pesados de hierro y a las quince piezas menores de bronce de que disponía.

A esta altura del análisis, cabe efectuar una pregunta cuya respuesta resulta compleja y dificultosa. Si los indígenas americanos no fueron derrotados por el arcabucero entrenado y sus “bastones que producían truenos”, ni tampoco por los ballesteros, dotados de un arma que poseía cierta similitud con las suyas, ¿cual fue el elemento que llevó al triunfo a las tropas conquistadoras?

¿Es posible que un número reducido de soldados veteranos, en muy pocas circunstancias apoyados por indios aliados, derrotaran en la lucha cuerpo a cuerpo a millares de indígenas? La respuesta puede estar dada por un relato azteca conocido como “Las espadas rotas”:

“Los ciervos (nombre dado a los caballos) venían delante, llevando los soldados a sus lomos. Los soldados tenían puestas unas armaduras de algodón. Llevaban escudos de cuero y tenían en la mano sus espadas de hierro, pero las espadas colgaban de los cuellos de los ciervos.
Esos animales llevaban puestos cascabeles, están adornados con muchas esquilas pequeñas. Al galopar los ciervos, las esquilas hacen un gran estruendo, resonando y tintineando.
Aquellos ciervos bramaban y resoplaban. Sudan en gran cantidad, de forma que les corren chorros por el cuerpo. Del morro les gotea espuma que cae al suelo. Se suelta en gruesas gota,  como el bálago de amole (planta usada por los aztecas para hacer jabón).
Hacen un fuerte ruido cuando corren; causan gran estrépito, como si estuvieran lloviendo piedras sobre el suelo. Dejan el terreno horadado y descalabrado allí donde ponen las pezuñas. Se abre en cualquier sitio donde las apoyen”.

Los indios americanos desconocían el caballo y tomaron su aparición en estas tierras como la de seres sobrenaturales.

Si bien en el continente europeo y a partir del de segunda mitad del siglo XIV, la preeminencia de la caballería acorazada había perdido brillo ante la infantería armada de picas y arcabuces, en América la situación se mantenía en las condiciones anteriores. En el combate, los jinetes gozaban de una ventaja considerable sobre la infantería indígena, golpeaban hacia abajo, con la fuerza adicional que esta posición supone, usando el propio caballo como ariete para romper las líneas enemigas, atropellando a sus integrantes. La altura del jinete también hacía que estuviese menos expuesto a las armas de esa infantería, permitiéndole maniobrar por más tiempo y con mayor velocidad que éste. Una y otra vez, pequeños grupos de caballería se lanzaban al combate o cruzaban el campo, tomando por sorpresa a las fuerzas indígenas, las que no tenían forma de evitar esos ataques sorpresivos.

Nuevamente un trozo del antes citado escrito azteca nos ilustra sobre lo comentado:

“Había unos quince de aquellas gentes, algunos con casacas azules, otros con rojas, otros con negras o verdes, y aun otros con casacas de color sucio, muy feo, como nuestros “ichtilmatli” (capa hecha con fibras del cactus magüey). Aun había otros sin casacas. En las cabezas llevaban pañuelos rojos o gorras de hermoso color escarlata, y algunos iban cubiertos con unos gorros grandes y redondos, como pequeños “comales” (grandes platos llanos de arcilla en los que los indios cocían tortas), que debían ser sombrillas. Tienen la piel muy clara, mucho más clara que la nuestra. Todos tienen largas barbas y el cabello sólo les cubre hasta las orejas.” 

Además de la supremacía que imponía el caballo, la vestimenta misma del jinete otorgaba un alto grado de superioridad. Se presentaba una situación muy diferente a la europea, allí la caballería dotada de arnés completo, tenía frente a si un formidable adversario, la infantería armada con picas y arcabuces, pese a lo cual mantendría su primacía hasta mediados del siglo XIV. En América la caballería pesada gozaría por mucho tiempo de la superioridad que otrora tuviera en el continente europeo, su rival no disponía de armas de fuego, desconocía la esgrima de la pica y vestía ligeras defensas de cuerpo.

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