sábado, 18 de mayo de 2013

Armamento utilizado en el territorio argentino

(Parte III)

LAS ARMAS INDÍGENAS

ARCO Y FLECHA
 
El arco no constituyó una sorpresa para los españoles en ocasión de su arribo al continente americano, desde el momento que su empleo se remonta a tiempos prehistóricos y su difusión abarcó en distintas épocas, casi todos los rincones de la Tierra.

En América el arco simple era utilizado por casi todos los pueblos originales, mientras que el compuesto lo empleaban las tribus del hemisferio norte, específicamente los cazadores de las planicies.

Las dimensiones variaban de una tribu a otra, aunque con carácter general puede decirse que el arco respondía a la estatura de su usuario. Es de resaltar, por lo extremo, el de los Sirionós, descripto por Nordensklôd en “The ethnography of South-America seen from Mojos in Bolivia” (Comparative ethnographical studies Nº 3 – 1924, Goteborg, Noruega). Estos indígenas, de magro desarrollo físico, al verse compelidos a emplear maderas de escasa flexibilidad, confeccionaban sus arcos de un tamaño tal, que  conllevaban al uso de flechas de hasta dos metros con veinte.

La morfología, tanto del arco, como de la flecha, estaba sujeta, no sólo a la disponibilidad de materiales, como el caso señalado en el párrafo inmediato anterior, sino también a tradiciones, consideraciones ornamentales, modalidades de empleo, etc.

Garcilazo de la Vega en “La Florida del Inca” (Editorial Emecé – 1945, Buenos Aires, Argentina), resalta con admiración, que las maderas de los arcos eran de una dureza tal, que su tensado superaba la destreza de los soldados españoles, en tanto que los indígenas lo hacían en un movimiento rápido y sin aparente esfuerzo.

En lo que hace a la modalidad de disparo, en el continente americano no hubo un estilo único, era empleado horizontalmente, verticalmente, sesgado y hasta quienes lo hacían tendidos de espalda en el suelo, sosteniéndolo con los pies.

Al igual que los arqueros del continente europeo, los indígenas protegían el brazo izquierdo del golpe de la cuerda, mediante el uso de cueros animales.

Los materiales empleados para la confección de las cuerdas, variaban según las condiciones ambientales de sus constructores, así los indígenas de las zonas tropicales y selváticas empleaban de preferencia fibras vegetales, seleccionadas por su resistencia y fortaleza, mientras que los que habitaban las planicies y pampas, usaban tientos de cueros animales.

Las puntas también respondían a recursos regionales, los pueblos litoraleños emplearon espinas de pescado y púas de rayas, donde las hubo. En el interior, los que habitaban las selvas, emplearon la madera aguzada, con un diseño simple o arponado, endurecida por el fuego, en tanto que los de las montañas tallaron el sílex, la obsidiana, el cuarzo, la pizarra, la calcedonia, el ópalo, el aguamarina, la esmeralda, etc..

Era generalizado el diseño de los astiles de forma tal que al menor intento de retirar la punta de la herida, éste se quebrara obligando a una intervención quirúrgica para extraer la punta.

Alberto M. Salas, en “Las armas de la conquista de América” (Editorial Plus Ultra – 1986, Buenos Aires, Argentina), señala con holgura, la paciencia que los nativos daban a la confección, pulido y emplumado de arcos y flechas y la sorpresa que ello causaba en los hispanos. Al punto, cita a Alonso González de Nájera en “Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile, donde...” (Imprenta Ercilla – 1889, Santiago de Chile, Chile):

“...Y es muy de notar, que con ser los indios gente tan viciosa y haragana, como tengo significado en la relación tercera, y no tener ejercicio ni ocupación que sea de algún primor, lo tienen maravilloso en saber labrar sus armas, por lo cual se puede bien decir, que a las que saben mueren.” 

En el presente, nos resulta incomprensible este desprecio por los pueblos aborígenes, tomando en consideración que el arco y la flecha eran el instrumento de la subsistencia propia y familiar y por ello su importancia era relevante.

El correcto emplumado del astil, fijado por medio de pagamentos vegetales, aseguraba a la flecha el alcanzar con precisión al blanco. El mismo autor que citamos en el anteúltimo párrafo señala la confección de emplumes en espiral que forzaban la rotación de la flecha, aunque equívocamente atribuye a ella una mayor penetración.

Es interesante la cita, siempre dentro del trabajo de Alberto M. Salas, de

“...flechas y dardos codiciosos que multiplican sus puntas para hacer varias heridas a la vez. Estas son las fisgas y los tridentes, que aunque fueron usados en muchas partes, dieron particular cuidado a los conquistadores de México.”

Pese a desconocer su utilización dentro de nuestro actual territorio nacional, el dato no deja de ser curioso.

Los relatos españoles de la conquista también señalan el empleo de “silbaderas” esto es, flechas especialmente diseñadas para que su vuelo produjera un silbido que ejerciera un efecto psicológico sobre el atacado. Parece ser que su origen fue en un principio plenamente lúdico, pero que más tarde se orientó al empleo guerrero y que se dio tanto en Paraguay, como en Brasil, Bolivia, Perú, Venezuela y otros territorios americanos.

La mayoría de los pueblos originarios llevaban las flechas en un carcaj o aljaba, colgado a la espalda, siendo una excepción los puelches patagónicos, los únicos en portarlas en la cabeza, sujetas por unos cordones de lana con los que conformaban su tocado.

Al parecer resulta un lugar común en todos los cronistas de la conquista española, el exponer la capacidad de los indígenas de lanzar un gran número de flechas en corto tiempo. Son coincidentes al reseñar hechos de distintas regiones americanas, Franz Xaver Eder en “Descriptio provincias Moxitarum, in regno Peruano...” (Typis universitatis – 1791); Juan de Castellanos en “Elegías de varones ilustres de Indias” (Hernando – 1914, Madrid, España); Pedro Mártir de Anglería, en “Décadas del Nuevo Mundo, traducción...” (Bajel – 1944, Buenos Aires, Argentina); Pedro de Aguado en “Historia de Santa Marta y nuevo reino de Granada”  (Imprenta J. Ratés – 1916/1917, Madrid, España) y Bernardino de Sahagün en “Historia general de las cosas de Nueva España” (P. Robredo – 1938, México), en señalar que, mientras los hispanos cargaban sus mosquetes o tensaban sus ballestas, recibían los efectos de una lluvia, en el sentido literal, de flechas lanzadas en su contra.

Citando textualmente a Pedro Mariño de Lovera en “Crónica del Reino de Chile escrita por el capitán..., dirigida al Excmo. Sr. D. García Hurtado de Mendoza, marqués del Cañete” (Imprenta del Ferrocarril – 1865, Santiago de Chile, Chile), al referirse al asedio del fuerte de Arauco:

“... fue tal el rastro que dejaron –los araucanos- de la continua batería de aquellos días que en sólo las flechas cayeron dentro de fortaleza hubo siempre leña suficiente para guisar de comer todos los soldados, y aún sobraron después de alzado el cerco quinientas y ochenta mil sin otras muchas que destruyeron los caballos.”

Más allá de la duda respecto de la rigurosidad numérica, sin lugar a dudas la cantidad disparada dejó honda huella en el espíritu del cronista.

Otras citas se refieren que los indios nunca se estaban quietos durante la lucha, al parecer como una táctica que provenía de sus combates entre sí y que les permitía hurtar el cuerpo a las flechas y aún desviarlas con su propio arco. Teniendo en cuenta la lentitud de carga y disparo de los arcabuces, mosquetes y ballestas de los españoles, resulta fácil de imaginar el desconcierto al buscar un blanco en medio del combate.

La distancia eficaz de disparo, conforme a crónicas de la época, estaba entre los sesenta y ochenta metros, atribuyéndose una gran potencia a los disparos, capaces de atravesar la pierna de un jinete y aún el vientre del caballo, asomando por el otro lado o de alojar toda la flecha dentro del pecho de la cabalgadura, ingresando por el muslo.
 
Un comentario final, la marcada destreza en el manejo del arco por parte de los pueblos originarios, tenía su raíz, desde muy temprana edad, en la enseñanza, los juegos y las excursiones de caza para la búsqueda del diario sustento.

Tanta fue la peligrosidad atribuida al arco, que tan pronto como se sometían las tribus, se utilizaban todos los medios disponibles para impedir la confección de arcos, permitiéndose en aislados casos, los de caza más débiles. Es de señalar la afirmación de Gonzalo Fernández de Oviedo en “Historia general y natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano” (Real Academia de la Historia – 1851/1855, Madrid, España), quién mientras comerciaba en la costa de Santa Marta y Cartagena, se dedicó a rescatar arcos de las manos de los nativos, llegando, atento a sus afirmaciones, a reunir diez mil.

EL PROPULSOR

En menor medida que el arco, algunos pueblos americanos utilizaron un ingenio que, empleando la fuerza centrífuga y con una suficiente cuota de habilidad por parte de su usuario, servía para impulsar un dardo hacia el blanco elegido y al que los españoles denominaron “estólica”, “amiento”, “aviento”, “aviento de palo”, amientos de palo” y trancahilo”, mientras que los aztecas “atlatl”.

La denominación de “amiento” se remonta a la expresión latina “amentum”, que los romanos daban a una correa de cuero que utilizaban para impulsar un dardo. Los españoles también la usaron para lanzar cañas en sus fiestas de equitación.

Garcilazo de la Vega en “La Florida del Inca” (Editorial Emecé – 1945, Buenos Aires, Argentina), proporciona una colorida semblanza del arma:

“Un español salió herido de una arma, que los castellanos llaman en Indias tiradera, que más propiamente llamaremos bohordo, porque se tira con amiento de palo, o cuerda. La cual arma no habían visto nuestros españoles en todo lo que por la Florida, hasta aquel día habían andado. En el Perú la usan muchos indios: es una arma de una braza en largo de un junco macizo, aunque fofo por adentro, de que también hacen flechas. Ëchanle por casquillos puntas de cuernos de venados, labradas en toda perfección, de cuatro esquinas, e arpones de madera de palma, o de otros palos, que los hay fuertes, y pesados como hierro; y para que el junco de la flecha, o bohordo, al dar del golpe, no hienda con el arpón, le echan un trancahilo, por donde recibe el casquillo, o arpón, y otro por el otro cabo, que los ballesteros en los virotes llaman batalla, donde recibe la cuerda del arco, e del amiento, con que lo tiran. El amiento es de palo, de dos tercias de largo, con el cual tiran el bohordo con grandísima pujanza, que se ha visto pasar un hombre armado con una cota. Esta arma fue en el Perú la más temida de los españoles, que otra cualquiera que los indios tuviesen: porque las flechas no fueron tan bravas como las de la Florida”  

Alberto M. Salas, por su parte, en “Las armas de la conquista de América”, obra ya citada, nos proporciona la siguiente descripción:

“Esquemáticamente podemos describirlo como una vara de madera, en uno de cuyos extremos hay un pequeño gancho o tope sobre el que se apoya la parte posterior del dardo, de modo que este y el propulsor quedan dispuestos paralelamente. El dardo, empujado por el tope o talón posterior, recibe impulso violento al ser proyectado desde arriba del hombro hacia delante con todo el rigor del brazo. La simplicidad de la forma y del mecanismo soportan, como en el arco y la flecha, pocas variantes.”

El principio rector del ingenio es, que al prolongar el brazo del lanzador y girar el propulsor sobre la muñeca hacia arriba y con gran rapidez, propina al dardo una mayor fuerza y precisión, en comparación con la que sería posible obtener con la sola intervención de la mano.

En opinión de Miguel I. Izaguirre, autor de un interesante trabajo titulado “El Atlatl Prehistórico” (Revista Week-End, Págs. 46/48 – Noviembre 1976, Buenos Aires, Argentina), su alcance es superior a los noventa metros.

Antonio Ramos Zuñiga, en “Armas Raras y Curiosas” (Editorial Gente Nueva – 1987, La Habana, Cuba), señala que los etnólogos lo consideran más antiguo que el arco, fechando su origen durante el paleolítico superior. El mismo autor, agrega que mantuvo su arraigo en comunidades aborígenes de Sudamérica, Australia y entre los esquimales.

Pese a lo dicho, también se encuentran rastros de su empleo en distintas latitudes, entre las que merecen señalarse: Europa Oriental y el Oriente Siberiano.

En el continente americano, fue empleado tanto por los incas, como por los aztecas, tribus del curso superior del Amazonas, de mesoamérica y de la parte norte del continente.

Su confección y decoración fueron variadas, destacándose los aztecas, por ser particularmente lujosos, decorados con láminas de oro y delicadas tallas de hombres y dioses.

Por el contrario, los empleados en el Amazonas y en el Perú fueron simples y austeros, encontrándoselos representados en vasos preincaicos fabricados por pueblos costeros, donde, con colores cálidos y brillantes guardas, es dable apreciar a guerreros tan precisamente dibujados, que es posible percibir la atadura del gancho del propulsor.


En la Sierra Norte del Ecuador se usaba también un tipo de propulsor con un solo gancho, el "distal". El proximal estaba con un ensanchamiento con perforación central para introducir el dedo.


Conforme a Alberto M. Salas, en la obra antes citada, los dardos utilizados, fueron denominados “tiraderas” y las describe como semejantes a una flecha, más o menos largas.

Bernardino de Sahagün en “Historia general de las cosas de Nueva España” (P. Robredo – 1938, México), indica que los aztecas se reunían en un día del decimocuarto mes de su calendario, en el templo de Huitzilopochtli, para confeccionar flechas y dardos. Unos se ocupaban de cortar las cañas, otros de emplumarlas y otros de dotarlas de punta, para luego reunirlas en haces y ofrecerlas a Huitzilopochtli, para que les garantizara la victoria. Agrega que se llevaban a cabo sacrificios de esclavos y que los guerreros, que durante los días previos habían evitado el contacto con mujeres y bebidas, cortaban sus orejas, para extraerse sangre.

 VENENOS

El aplicar veneno a las puntas de flechas no fue una creación americana, si bien fue una práctica común a muchos pueblos y en muchas regiones, llevando a toda clase de exageraciones, particularmente aquellas destinadas a justificar la acción militar española durante la conquista.

El empleo de venenos para incrementar la capacidad letal de las armas fue una práctica muy remota y no siempre con resultados eficaces. Con proximidad a la conquista americana, durante la Guerra por la Reconquista de España, tanto los cristianos, como los moros, “enherbolaban” las flechas con la “vedegambre”, a punto tal que se la conoció como “yerba de ballesteros”.

Debe si tenerse presente que el uso de flechas envenenadas fue bastante común en muchas regiones americanas y que ello ha llevado a toda clase de exageraciones, particularmente a aquellas destinadas a justificar la acción militar española.

Por otra parte, fácilmente puede deducirse que la prodigalidad de las regiones tropicales puede haber producido dos efectos distintos con una misma conclusión, por un lado una amplia variedad de plantas utilizables para fabricarlo y por el otro lado, un clima propicio a las infecciones ante la menor herida, lo que sumado a los escasos o nulos conocimientos médicos, produjo efectos considerables.

Salas, autor y obra citados anteriormente, recoge la descripción que hace Pedro de Aguado en “Historia de Santa Marta y nuevo reino de Granada”  (Imprenta J. Ratés – 1916/1917, Madrid, España) respecto de su preparación por indígenas.

“Paréceme que, pues he dado cuenta de las ponzoñas y de sus fuentes, que también la debo dar de la forma y manera cómo se hace de ella la ponzoñosa yerba a quien impropiamente han dado nombre de yerba, pues en toda la mezcla que de estas ponzoñas sabandijas y animales se hace no lleva ninguna yerba ni zumo de ella, pero el nombre le vino de la que los ballesteros usan en España, con que matan la caza.
Esta ponzoña o yerba para untar las flechas, en cada provincia se hace de diferentes maneras, según que en otras partes he dicho, y por eso la orden que aquí refiero es la que se tiene entre estos palenques o patangoros.
En un vaso o tinajuela echan las culebras ponzoñosas que pueden haber y muy gran cantidad de unas hormigas bermejas que por su ponzoñosa picada son llamadas caribes, y muchos alacranes y gusanos ponzoñosos de los arriba referidos, y todas las arañas que pueden haber de un género que hay, que son tan grandes como huevos y muy vellosas y bien ponzoñosas, y si tienen algunos compañones de hombres los echan allí con la sangre que a las mujeres les baja en tiempos acostumbrados, y todo junto su pudre y corrompe, y después de esto toman algunos sapos y tiénenlos ciertos días encerrados en alguna vasija sin que coman cosa alguna, después de lo cual los sacan, y uno a uno los ponen encima de una cazuela o tiesto, atado con cuatro cordeles, de cada pierna el suyo, tirantes a cuatro estacas, de suerte que el sapo quede en medio de la cazuela tirante sin que se pueda menear de una parte a otra, y allí una vieja le azota con unas varillas hasta que le hace sudar, de suerte que el sudor caiga en la cazuela, y por esta orden van pasando todos los sapos que para este efecto tienen recogidos, y desde que se ha recogido el sudor de los sapos que les pareció bastantes, júntanlo o échanlo en el vaso, donde están ya podridas las culebras y las demás sabandijas, y allí le echan la leche de unas ceibas o árboles que hay espinosos, que llevan cierta frutilla de purgar, y lo revuelven y menean todo junto, y con esta liga untan las flechas y puyas causadoras de tanto daño. Y cuando por el discurso del tiempo acierta esta yerba a estar feble, échanle un poco de la leche de ceibas o manzanillas, y con aquesta solamente cobra su fuerza y vigor.
El oficio de hacer esta yerba siempre es dado a mujeres muy viejas y que están hartas de vivir, porque a las más de las que la hacen les consume la vida el humo y vapor que de este ponzoñoso betún sale.”

Hemos decidido transcribir el relato, bastante escabroso en algunas partes, porque nos pinta francamente, un alto grado de superchería por parte de los conquistadores e inocencia o superficialidad por parte de contemporáneos.

Una verdadera pintura respecto del temor que el veneno inspiraba en el conquistador y el desprecio de la vida humana original, lo dan dos extractos tomados de la ya citada obra de Salas, quién a su vez hace referencia a Fernández de Oviedo en “Historia General y Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar, Océano” (Real Academia de la Historia – 1851/1855, Madrid, España) en el primero y a Gutiérrez de Santa Clara en “Historia de las Guerras Civiles del Perú” (Victoriano Suárez – 1904/1925, Madrid, España) en el segundo.

“A medida que Orellana progresa en su navegación por el Amazonas y se va aproximando al mar aumenta entre sus hombres el temor a la yerba, que creen descubrir en un betún que cubre las flechas y las varas que les arrojan los indios. Y deciden investigar: “…y el capitán mandó que se experimentase, porque aunque parecía género de crueldad hacer la experiencia en quien no tenía culpa, su intención no era sino para saber la verdad e quitar el temor de la hierba a los cristianos. E para este efecto, a una india que venía en los bergantines, pasárosle los brazos con aquella que se pensaba ser hierba de la ponzoñosa que en muchas partes de la Tierra-Firme usan los indios; e como no murió, salieron de duda los temerosos, e plugo a todos mucho con tan buena nueva.”

“En el Tucumán fue el indio quién descubrió el secreto. (se refiere a los contravenenos) Los soldados tomaron a uno, le flecharon con yerba los muslos y lo dejaron en libertad aunque acechándolo cuidadosamente. Parece que los otros procedimientos habituales –torturas- habían fracasado. “El indio fue así herido, que apenas podía andar, y junto al pueblo cogió dos hierbas y majólas en un mortero grande, y de la una bebió luego el zumo, y con un cuchillo que le dieron se dio una cuchillada en cada pierna do era la herida, y buscó la púa de la flecha y sacóla, y puso en las heridas el zumo de la otra hierba que había majado, y estuvo después con mucha dieta y sanó prestamente.”

Parece que en la mayor parte de los casos la sustancia venenosa era un líquido en el cual mojar las flechas, aunque existen menciones a una mezcla sólida, que distinguen por un “color cera pez”, sin que la distancia que hoy nos separa de los cronistas nos permita una muy certera comprensión.

El principal acusado de servir de base a estos venenos fue el manzanillo, específicamente sus ceibas, otorgándosele capacidad letal en el término de veinticuatro horas.

Por otra parte, también se cita el coliguai como usado por puelches y araucanos en territorio chileno, el curare por los jíbaros y el pakurú por indígenas colombianos.

CERBATANA

Consistía en un tubo de madera o caña, perforado por su parte interior, en la que se introduce un dardo, esto es una púa provista de plumas u otro aditamento flexible, el que es expulsado por medio de una corriente de aire violentamente liberada por al boca del usuario. 

Se la conoció en la Edad Media como arma exclusiva de caza, aunque algunos historiadores le asignan a los árabes su uso durante el siglo XIII para arrojar “fuego griego” sobre sus enemigos.

Fue utilizada por aborígenes americanos, siameses, birmanos, malayos, filipinos, dayabos, iroqueses, y de África Ecuatorial.

Existió una gran variedad de diseños y formas, cortas y sencillas para la caza de pájaros y pequeñas presas y largas de hasta cinco metros de longitud, que impulsaban un dardo de treinta centímetros de largo a una distancia de ochenta pasos.

En lo concerniente a su empleo en el continente americano, son raras las citas que corresponden al siglo XVI, opinando algunos etnólogos que su difusión se encuentra atada al empleo del “curare”, veneno de particular virulencia y cuya composición, a partir de medios naturales, sigue siendo motivo de controversia.

Se sabe que el mismo afecta el sistema nervioso, logrando la parálisis inmediata de las funciones vitales. Su uso se extendió a la cuenca del Amazonas y Orinoco en donde desplazó al arco y la flecha, principalmente en la caza de pequeñas aves, no teniéndose acabado conocimiento de su empleo guerrero.

En los pueblos originales que se distinguieron por su empleo se encuentran los caribes.

PÚAS

Fueron simples espinas vegetales o maderas hábilmente aguzadas, que se disimulaban entre las malezas para herir el pie o la pierna del inadvertido. También se colocaban en las ramas de los árboles y en las costas de Cartagena se cita su “siembra” en las playas, en éste último caso por indígenas “amigos” del conquistador español, contra piratas franceses que asolaban esas tierras.

LOS GASES

Son pocos las referencias de autores que reseñan la conquista, referentes a este particular instrumento bélico. Estas fuentes refieren el uso del ají y la pimienta para molestar o espantar al enemigo, mediante su quema.

El ají es una planta de origen americano, de empleo culinario, con variedades que presentan una singular concentración de su sabor. Casi todas las culturas americanas han sido afectas a su empleo culinario, especialmente las de la región andina, destacándose que entre los peruanos era símbolo de hombría y virilidad, prohibiéndose su degustación durante los ayunos religiosos. Los frutos alargados, verdes y rojos son un motivo frecuente en la decoración de las cerámicas, encontrándose también su presencia asociada con representaciones religiosas de la agricultura y la abundancia.

Es singular un relato expuesto por Salas en la obra anteriormente citada:

“El conquistador parece haber entrado en contacto con esta extraordinaria arma en los primeros días de su resistencia en América. En la circunstancia que nos relata Castellanos, los indios no han usado precisamente el gas, sino simplemente el ají molido. Las cosas ocurrieron de esta manera: numerosos agravios sublevaron a los indios contra la guarnición del pequeño fuerte de la Natividad, en la isla Española, el primer establecimiento hispánico en el Nuevo Mundo. Colón navegaba triunfante hacia la Corte, con los indios, las frutas y papagayos que darían evidencia a su relato. Los pocos hombres que allí resistieron el inicial ataque de los indios sabían cubrir el cuerpo con rodela y escudo que recibían los dardos y las flechas. Ya fuera por esta circunstancia, ya porque, como sospechamos, era éste un modo habitual de lucha, los indios decidieron emplear el ají como estornutatorio violento y repetido que impidiera la eficaz defensa de la rodela. Para ello llenaron calabazas con polvo de ají y ceniza, que arrojaron dentro de la empalizada en que se defendían los españoles.
…..
Y al quebrarse los cuerpos en violentos estornudos caían las rodelas que dejaban librado el paso a las flechas que acabaron rápidamente con los españoles.”


LANZAS

La lanza es un arma simple y primitiva que permite tanto infligir daño a distancia, como mantener alejado al enemigo.

La lanza o “chuki” se encontraba constituida por un astil de madera o “gaspin” o “tullun”, aguzado en un extremo o provista de punta, “ñawch’in” o “ñawin”, de piedra pulida, hueso o cuerno, cobre o bronce o madera endurecida. El largo y peso se adaptaba al uso, las de empuñe, eran largas y pesadas, para clavar; las de lanzamiento, cortas y livianas.

Casi todos los pueblos americanos han usado lanza, de longitudes y materiales diversos, aunque para fortuna de los españoles, solo unos pocos desarrollaron tácticas de combate para su empleo, que constituía un formidable enemigo para las rodelas y si combinaba un despliegue conjunto de caballada, un obstáculo muy difícil para la caballería hispana.


Los pueblos andinos prefirieron las “sacb’aq cbuki”, realizadas en madera de palmera de cbonta (“bactris setosa”) que crecía en bosques tropicales y que resultaban duras y flexibles a la vez.

En los relatos de cronistas surgen nombres conforme a sus aditamentos o al grupo étnico que las empleaba: así hallamos “llaga cbuki” o “lanza con borlas”: “cb’aska cbuki” o “borlas de Cañaris”. Justamente, estos últimos, los cañaris o puruháes emplearon unas lanzas ahuecadas en su extremo, que producían un sonido al ser arrojadas. 


Los araucanos, aprovechando una topografía apta para la guerrilla y la escaramuza, dejaron de lado el arco y se volcaron por nutridas agrupaciones montadas provistas de muy largas lanzas. El único recurso español, fue el empleo de artillería y arcabuces para romper las formaciones y permitir el combate individual de su caballería.

Las lanzas araucanas eran, como hemos dicho, sumamente largas, algunos autores afirman que alcanzaban más de ocho metros, cuarenta palmos en la medida de la época, mientras que otros les asignan casi siete metros (33 palmos = 6,90 mts.) a las llevadas a pie y más de cinco metros (25 palmos = 5,25 mts) a las portadas a caballo.

El araucano, que a fines del siglo XVI dominaba el arte de montar, armado de lanza, logró equilibrar el combate frente a un adversario dotado de armas de fuego, si bien estas eran de lenta carga e incierto disparo.

En lo que hace a la situación en nuestro país, podemos remitirnos a las palabras de Álvaro Yunque en “Calfucurá - La Conquista de las Pampas” (Pág. 91/92), citado por el Gral. Adolfo Arana en “La Historia Patria y la Acción de sus Armas” (Revista Militar, Vol. 186/88, Pág. 260 - Círculo Militar Argentino, 1960, Bs. As., Argentina):

“Al brincar y afirmarse sobre el caballo, el indio da, racionalmente un salto de siglos. Es otro hombre. Todo cambia en él. Se siente más seguro, más valeroso. Los pampas se achican. Multiplica su agilidad y su fiereza. Los araucanos de Ercilia y de Ona, llevan escudos, mazas y flechas. Los que ven a los güincas llegados al Plata, tiran el escudo por inútil, la maza porque les quita agilidad y alargan la flecha. La convierten en lanza, cuyo extremo adornado con plumas de avestruz, multicolores, perfumadas con orín de zorrino, espanta a los caballos del huinca...”.

En opinión de Agustín Zapata Gollan, en “La guerra y las armas” (EUDEBA – 1963, Bs. As., Argentina) la lanza era otra de las armas utilizadas por los naturales americanos, aunque “no tan general y común como el arco y la flecha”. Señala que se producían variaciones en sus características, según las naciones indias que las empleaban, en éste sentido afirma que los indios colombianos y los araucanos chilenos se servían de ejemplares muy largos, mientras que los caribes, los nómades de las praderas norteamericanas y los mixtecas mejicanos las dotaban de puntas de piedra. El mismo autor, por su cuenta y riesgo, expresa textualmente:

“Algunas tribus hacían lanzas de palma y otras de caña, que, empuñadas con las dos manos, las impulsaban con tal fuerza que hubo soldados de la conquista que murieron con el pecho atravesado hasta la espalda después de haberles perforado el escudo, la coraza y la malla de hierro.”

El hijo de Cristóbal Colón en su “Historia...” refiere que los caribes podían con sus lanzas atravesar las paredes hechas con hojas de palma, alcanzando a los que estaban dentro.

Los charrúas, habitantes de la margen izquierda del Río de la Plata, hoy República Oriental del Uruguay, empleaban una lanza de aproximadamente tres metros de largo, dimensión que, si bien no era común, tampoco revestía características inusuales en el continente americano.

LAZO

Salas, en el trabajo reiteradamente citado, afirma, contrariando las opiniones de otros autores, que cierta forma de lazo fue utilizada en la conquista de territorio chileno, a mediados del siglo XVI. Al punto señala:

“No se trata del lazo tan difundido en nuestras pampas y otras regiones americanas, pero esta forma que describimos es un arma que sin lugar a dudas se le parece. No es nuestra intención ocuparnos del problema que plantea el origen de esta arma y útil de trabajo, pero no dejaremos de insinuar, como una mera posibilidad, la existencia de este lazo araucano como antecedente de sumo interés.”

Alonso de Góngora Marmolejo en “Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año de 1575…” (Imprenta del Ferrocarril – 1862, Santiago de Chile, Chile), señala:

“Para esta batalla hicieron los indios una invención de guerra diabólica; que fue en unas varas largas como una lanza, ataban a ellas desde poco más de la mitad un bejuco torcido, que sobraba de la vara una braza y más, esta cuenta que sobraba era un lazo que estaba abierto, y de aquellos lazos llevaban los indios de grandes fuerzas cada uno. Estos hicieron mucho daño, porque como andaban envueltos con los cristianos tenían ojo en el que más cerca llegaba, y echábanle el lazo por la cabeza, que colaba a el cuerpo y tiraban tan valientemente con otros que andaban juntos para el efecto de ayudarles, que lo sacaban de la silla dando con él en tierra e lo mataban a lanzadas y a golpes de porras que traían...”

Pedro Mariño de Lovera, en “Crónica del Reino de Chile escrita por el capitán… (Imprenta del Ferrocarril – 1865, Santiago de Chile, Chile), afirma que los españoles, para impedir que la cuerda del lazo les ciñera el cuerpo, habían adoptado como medida preventiva el llevar la lanza o la pica junto a la celada.

MACANAS

La palabra macana proviene de un vocablo taíno, lengua caribe. Generalmente denominó a las mazas de madera que utilizaban los guerreros precolombinos, pero también a los garrotes pesados.

Un hijo de Cristóbal Colón, de nombre Fernando, en su obra “Historia… “, dice que los Caribes empleaban “unos maderos que traen en lugar de espada y llaman macana”. Acota que, en el cuarto viaje de su padre, vio cómo unos naturales, además de arcos y flechas, portaban una especie de pequeños bastones de palma, muy negros y muy duros, cuya punta, dice “estaba armada con espinas agudas de peces”.  

Se trataba en ambos casos de una pesada maza de madera rematada en una gruesa extremidad redondeada, que llegaba en algunos casos a la altura de un hombre y obligaba al empleo de ambas manos para propinar un golpe de singular eficacia. En la segunda de las citas su poder contundente, resultaba reforzado por las púas, a semejanza de la cachiporra europea. Fue utilizada por varias tribus americanas, especialmente por los aztecas.

Los guaycurú, del Chaco, conforme a los dichos de Agustín Zapata Gollan, en “La Guerra y las armas” (EUDEBA – 1965, Buenos Aires, Argentina), “las hacían de una madera llamada palo santo y les redondeaban el extremo haciéndoles una cabeza que tenía la forma de esfera”.

En el Perú se empleaba una variante, denominada “rompecabezas “, consistente en un mango de madera de unos ochenta centímetros de largo, sobre el que se montaba una piedra o una pieza de fundición de bronce de forma estrellada. Se dice que la pieza, perforada en su centro para recibir la empuñadura, era implantada en ramas jóvenes, para que el crecimiento de la planta produjera engrosamientos a ambos lados que la fijaran.

La existencia de maderas durísimas y la gran destreza por parte del indio, sembró el terror entre las filas de los conquistadores hispánicos.

Fernández de Oviedo y Valdez en “Historia General y Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano”. (Real Academia de la Historia, Tomo I, Pág. 68 - 1851/55, Madrid, España), afirma que en Haití las macanas tenían dos filos tallados en la madera, lo cual les hacía capaces de descuartizar a un hombre.

Marshall H. Saville en “Bladed war clubs from British Guiana” (Museum of American Indians.-1921, New York, EE.UU.), señala que los naturales de Guayana empleaban un tipo corto, de sección rectangular, que presentaba en su extremidad de percusión, aristas y vértices.

González de Nájera en “Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile, donde se...” (Imprenta Ercilla, Pág. 96 – 1889, Santiago de Chile, Chile), dice acerca de la macana utilizada por los araucanos:

“...la cual arma es una asta de madera densa y pesada, de largueza de quince palmos, poco más o menos, y tan gruesa como la muñeca, con una vuelta al cabo de hasta palmo y medio, que va ensanchando hasta el remate cuanto un palmo, y gruesa como dos dedos, modo de tabla, en cuya vuelta forma un codillo que es la parte con que de canto hace el golpe y hiere, y así se valen de ella los indios en las trabadas peleas, y particularmente donde se defiende mucho algún enemigo, porque en tales tiempos llega el macanero, y con un golpe que la alcanza, concluye con él y lo echa a una parte por armado que esté, porque siendo esta arma, como es, de dos manos, levantada en alto y dejada caer con poca fuerza que sea, ayudado su peso, como queda atrás la vuelta que dije, y va el codillo adelante, corta el aire y asienta tan pesado golpe donde alcanza, que no hay celada que no abolle, ni hombre que no aturda y derriba; u aún es tan poderosa esta arma que se ha visto algunas veces hacer arrodillar a un caballo, y aún tenderlo en el suelo de un solo golpe....”.

LONCOQUILLQUILL:

Vocablo de origen mapuche, define a una cachiporra o rompecabezas, descripta por Esteban Erize en “Mapuche-2” como "maza hecha con la parte nudosa de una rama de árbol de madera dura o bien con una piedra redonda de unos seis centímetros de espesor por diez de ancho con un agujero transversal bicónico por el mango y tajada por nueve dientes romos. Así la cita Housse en su Epopeya India."


BOLEADORA:

Las boleadoras son piezas funcionalmente basadas en el aprovechamiento de la fuerza centrífuga, que si bien son propias de nuestra Pampa y Patagonia, fueron utilizadas en todo el Imperio Inca, sur del Brasil y Uruguay.

Enrique Taranto, en un interesante artículo titulado “Las Boleadoras”  (El Chasque Surero Nros. 31 y 32 – Argentina 1997), afirma que los esquimales y los habitantes de la costa groenlandesa, usaron elementos dotados de cinco o más bolas en la caza de aves. Agrega el hallazgo, durante exploraciones arqueológicas llevadas a cabo en el sur de los Estados Unidos de Norteamérica, de restos que podrían ser atribuidos a boleadoras; como así la existencia de rastros prehistóricos en el continente africano, producto de un conocimiento cultural extinto.

Son muchas y diversas las referencias de autores acerca de las boleadoras, durante el período de la conquista española de América. De ellas rescataremos un puñado que nos parecen interesantes desde el punto de vista testimonial.

Emilio A. Coni, en El Gaucho –Argentina-Brasil-Uruguay, Ediciones Solar, Bs.As. – 1969, pag. 32, citando el trabajo de José Luis Busaniche, Lecturas de Historia Argentina, Bs.As. 1958, pag. 29, reeditado con el título Estampas del Pasado, Bs.As. 1959, dice textualmente:

“...las bolas eran conocidas y empleadas por los guaraníes fluviales, como lo prueba la carta de Luis Ramírez, fechada en San Salvador a 10 de julio de 1528, en la que dice que los querandíes peleaban con arcos, flechas y unas pelotas de piedra redondas, grandes como un puño, con una cuerda atada para guiarlas.”

Agrega a continuación que los indios cercanos a Buenos Aires, no pampas, boleaban en el año 1600, patos en el aire.

Ulrico Schmidl en “Viaje al Río de la Plata”, publicado por Emecé Editores – Segunda Edición – Argentina 1997, refiere las peripecias de los hombres de Pedro de Mendoza al intentar la conquista del Río de la Plata en el año 1536. Dentro del tema que nos ocupa es válido rescatar su descripción de la muerte de Diego Mendoza a manos de los querandíes:

“También usan una bola de piedra, sujeta a un largo cordel, como las plomadas que usamos en Alemania. Arrojan esta bola alrededor de las patas de un caballo o de un venado, de tal modo que éste debe caer: con esa bola he visto dar muerte a nuestro referido capitán y a los hidalgos: lo he visto con mis propios ojos. “


El gobernador Góngora, conforme a documentación del Archivo de Indias (74-4-12), cuya copia se encuentra en la Biblioteca Nacional (74-2175), se refiere en 1619, en términos bastante despectivos respecto de los indígenas y de las boleadoras:

“... los indios de estas provincias son tan pocos, tan miserables e incapaces, que por su solo motivo daran poco cuidado sus intentos, andan desnudos y desarmados porque solo usan de unas bolas a manera de hondas, cubrense con pellejos de venados, sustentanse con su carne y de caballos y toros cimarrones que hay muchos en estos campos...”

Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés en “Historia General y Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano”, editada por la Real Academia de la Historia – Madrid 1881/55 (Libro VI – Capítulo XLV), nos brinda la siguiente semblanza acerca del empleo de las boleadoras:

“Mas tengo por cierto que de aquella arma ..., que los indios usan en las comarcas y costas del Río Pranaguaçu (Río de la Plata), nunca los chripstianos lo supieron ni leyeron, ni los moros la alcançaron, ni antiguos ovieron della noticia, ni se ha oydo ni visto otra en todas las armas ofensivas tan dificultosa de exercitar; porque aún donde los hombres la usan, los menos son hábiles para la exerçer."

Bernabé Cobo en “Historia del Nuevo Mundo”, edición de la Sociedad de Bibliófilos Andaluces – España 1890/1893, efectúa el siguiente aporte:

“A corta distancia, para asir y prender al enemigo, tiraban un instrumento dicho “ayllu”, que es de dos piedras redondas poco menores que el puño, asidas con una cuerda delgada y larga una braza, poco más o menos: tirábanlo a los pies para trabarlos y hacer su efecto cuando la cuerda se encuentra con las piernas, porque con el peso de las piedras de los cabos, da vueltas a ellas hasta revolverse toda y enredarlas.”

El “Libro de la vida y costumbres de Don Alonso Enríquez, caballero noble desbaratado”, integrante de la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España por el marqués de Fuensanta del Valle, D. José Sancho Rayón y D. Francisco de Zabalburu... – España 1842/95, al describir las armas empleadas por Manco Capac en el sitio del Cuzco, indica:

“...y otra manera de armas que se llaman ayllos, que son de esta manera: tres piedras redondas, metidas y cosidas en unos cueros a manera de bolsas, puestas en unos cordeles, con tres ramales, a cada cabo de cordel puesta su piedra, de largo de una braza, todo uno, y dende los andenes y albarradas los ata por el cuerpo e brazos, e son tan ciertos y sueltos en esto, que toman un venado en campo...”
                            
La “Relación de los Sucesos del Perú con Motivo de las Luchas de los Pizarros y los Almagros, hasta la pacificación realizada por el Licenciado La Gasca - 1548”, de la Colección Publicaciones Históricas de la Biblioteca del Congreso Argentino, aporta:
              
“...no eran señores de riendas ni espada, ni lanza, ni señores de sí; aquel día hicieron mucho fructo los peones que con las espadas cortaban aquellas sogas con gran trabajo, que apenas podían, por ser de nervios y muy colchadas...”
                    
Por su parte, el Gral. Adolfo Arana en “La Conquista del Desierto”, integrante de “La Historia Patria y la Acción de sus Armas” publicación de la Revista Militar Vol. 186 /188, editada por el Círculo Militar Argentino – Argentina 1960, decía:

“...Además, las boleadoras arma terrible, ya sea de tres bolas, esa que para el galope de los caballos y la carrera del ñandú, del guanaco o del toro, los “laques” o la bola arrojadiza, su arma de precisión, la que golpea en la frente del guerrero acorazado y lo tumba. ...” 

Más adelante completa:

“La bola loca o perdida, era un arma arrojadiza; la constituía una bola de piedra de diversa forma (que llamaban “rompe cabeza”), iba sujeta a un tiento de cuero liso o trenzado de más o menos de un metro de largo. También usaron dos bolas atadas a ambos extremos de un tiento de cuero; servía para pelear y para bolear animales. Se usaba, también para combatir, la de una bola de piedra o de metal y una manija unidas por un trenzado de cuero y, por último las boleadoras comunes de dos bolas iguales y otra más chica, que también se llamó “las tres Marías” en lenguaje campero. Estas diversas bolas empleaban con singular maestría y eran sumamente peligrosas. “

Esteban Erize en Mapuche-2, publicada por Editorial Yepun - Buenos Aires 1989, afirma respecto de las boleadoras, que se trataba de un arma indígena empleada en la caza y la guerra,

“constituida por una, dos o tres bolas de piedra sujetas por una correa o guasca de tientos retorcidos de más o menos un metro y medio de  largo.” 

Agrega, citando a Musters:
            
 “Mi trabajo preferido era trenzar tendones de avestruz para correas de boleadoras, Se sacan estos tendones dislocando la coyuntura inferior de la pata; el primer tendón sale tirándose de él a mano y el otro a la fuerza, usando el hueso de la pata como mango. Después se separa del pie este hueso, dejando los tendones adheridos al primero; se les seca un poco al sol y luego el hueso extraído sirve para separar las fibras tirando de él fuertemente por entre los tendones. Una vez separados éstos, se les corta el pie, se les da el mismo grueso y el mismo largo y se les pone en un sitio húmedo para que se ablanden y cuando están blandos, se los trenza, frotándolos con sesos cocidos para que sean más flexibles y ajusten mejor en la trenza. Estas trenzas se hacen con cuatro ramales con la forma del gratel redondo que todos los marinos conocen, pero  las puntas se doblan de una manera particular que requiera práctica para que salga bien.”

Las piedras, cuyo tamaño estaba relacionado con su uso, nunca eran mayores que un puño, de forma esférica y dotadas de una ranura perimetral para fijar el tiento. La de una sola bola se llamaba en mapuche “quinchumlaque” y era conocida como “bola perdida”; se la arrojaba a distancias de setenta y ochenta metros con buena puntería. Agregándole materiales combustibles, las “bolas perdidas”, conjuntamente con las flechas incendiarias fueron las que incendiaron las chozas y barcos de la primera fundación de Don Pedro de Mendoza.

Las primitivas boleadoras eran de dos bolas, agregándose luego una tercera de menor diámetro. Arrojadas a distancia, hacia las patas de un animal, lograban su derribo o dificultaban su carrera.

El dibujo de la izquierda fue tomado de “La Boleadora – sus formas de dispersión y tipos” de Alberto Rex Gonzalez, publicado en la Revista del Museo de la Universidad de La Plata en 1953. En él podemos observar un ejemplar del tipo erizado, procedente de Maldonado en la República Oriental del Uruguay, que se encuentra en la colección Figueroa del Museo de La Plata, Pcia. de Bs.As.

Para el combate cuerpo a cuerpo, eran un arma de consideración, el indio retenía una de las bolas entre los dedos un pie y dando saltos de un lado a otro, destinados a desorientar al adversario, revoleaba en su mano y por sobre su cabeza las restantes bolas, amenazando con una u otra, hasta descargar el golpe, preferentemente destinado a la cabeza o las costillas de su oponente.

Cabe recordar los versos de José Hernández en el Martín Fierro:

 “Las bolas las manejaba
  aquel bruto con destreza
  Las recogía con presteza
  y me las volvía a largar
 haciéndomelas silbar
 arriba de la cabeza.
 Aquel indio, como todos
 era cauteloso, aijuna.
 Ahí me valió la fortuna
 de que peliando se apotra
 me amenazaba con una
 y me largaba con otra.
 La bola en manos del indio
 es terrible, y muy ligera;
 hace de ella lo que quiera,
 saltando como una cabra;
 mudos, sin decir palabra,
 peliábamos como fieras.”

En el combate de a caballo el indio tomaba las riendas y una de las bolas con la mano izquierda, sujetando la bola chica bajo el muslo de la pierna derecha, revoleando las otras dos y manteniendo a distancia a su enemigo, hasta ver el momento propicio para asestarle el golpe.

Teodoro Aramendia dice: “la boleadora de origen pampa es arma hija de las condiciones geográficas bonaerenses y en la gran provincia argentina tuvo su origen. Carlos Ameghino las halló en las capas del terciario superior en la costa atlántica de Miramar y Chapadmalal. Entonces el hombre era coetáneo de los grandes mamíferos ya extinguidos como el megaterium y el toxodonte.”
                            
La acción de bolear, la bolada o “laquetun” fue para el indio una necesidad imperiosa: el obtener presas de caza para su alimentación. Se veía físicamente disminuido frente a presas de veloz carrera como el guanaco, el avestruz o el venado. La flecha y por sobre todo la boleadora, le permitían derribarlos e inmovilizarlos. Para las piezas menores, las trampas de soga, los palos y la honda resultaban eficaces. Cuando el indio dominó al caballo, la bolada pasó de ser una faena a resultar una diversión,  un  deporte.  Félix San Martín afirma que “el puelche boleaba en todo tiempo, así en invierno como en verano, siempre que sus caballos estuvieran en buen estado.” Pero había una boleada anual por otoño, cuando la “crianza” había alcanzado su desarrollo que la volvía útil para la economía bárbara.” 

En la ilustración se muestra la manera de llevar la boleadora en la cintura, conforme a los trabajos de Mario A. López Osornio, en “Las Boleadoras”, publica-do en 1941 por el Instituto de Cooperación Universitaria de Bs.As.

A fin de recuperar las boleadoras que erraban el tiro, se las dotaba de una larga pluma de avestruz, que denunciaba su presencia en los pastizales.

Las boleadoras, en realidad un arma de caza destinada a la captura de animales vivos, al ser utilizadas en el campo militar, causaron pánico en las filas montadas de los españoles al provocar la rodada de las cabalgaduras.

Como ya lo hemos esbozado más arriba, puede ser de dos clases:
    1) Dotada de dos o de tres bolas unidas por un cordel o tiento de cuero, que se arrojan después de hacerlas girar por sobre la cabeza del usuario hasta alcanzar suficiente fuerza impulsora. La de tres bolas puede ser considerada el ejemplar típico argentino, que pasó del indio al gaucho en sus labores camperas. Algunos autores opinan que el indígena utilizó las boleadoras de dos bolas, mientras que la inclusión de una tercera, fue consecuencia de su adopción por parte del gaucho. A. Ramos Zuñiga en la obra más arriba citada, afirma que los españoles las denominaron “ayllo” y que algunos autores las denominan “libes”.
En la ilustración vemos un ejemplar de tres bolas perteneciente a la tribu de los uros, reproducido de la página 158 de “Los Indios Pilagá del Río Pilcomayo” de E. Palavecino – Bs.As. 1933.
    2) Dotada de una sola bola de piedra que, atada a un cordel o tiento impulsor, mantiene sujeto al proyectil después que se produce el lanzamiento. Denominada inexplicablemente “bola perdida”, ya que precisamente el cordel servía a su recupero, no fue un arma para enredar o detener en carrera, sino para herir, lesionar en el combate cuerpo a cuerpo. También fue conocida como “bola de uno” y en nuestro país fue empleada por los pampas.  

Entre los más antiguos textos que la mencionan, podemos citar: “Carta de Luis Ramírez a su padre, Puerto de San  Salvador, 10 de Julio de 1528”, citado por J. T. Medina en El veneciano Sebastián Caboto,... - España 1908; Ulrico Schmidl – “Derrotero y viaje a España y a las Indias”, traducción del manuscrito de Stuttgart, comentado por E. Wernicke - Universidad del Litoral – Sta. Fé – Argentina 1938; Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdéz en “Historia General y Natural de las Indias, Islas y Tierra firme del Mar Océano” - Real Academia de la Historia – España 1851/1855; Martín del  Barco Centenera – “Argentina y conquista del Río de la Plata...”  - editada por A. Estrada y Cía – Argentina 1912 .

Como vemos guarda mucha similitud con el sistema que más arriba hemos referido como utilizado por los escoceses.

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