(Parte III)
LAS ARMAS INDÍGENAS
ARCO Y FLECHA
El arco no
constituyó una sorpresa para los españoles en ocasión de su arribo al
continente americano, desde el momento que su empleo se remonta a tiempos
prehistóricos y su difusión abarcó en distintas épocas, casi todos los rincones
de la Tierra.
En América el arco simple era utilizado por casi todos los pueblos
originales, mientras que el compuesto lo empleaban las tribus del hemisferio
norte, específicamente los cazadores de las planicies.
Las dimensiones variaban de una tribu a otra, aunque con carácter general
puede decirse que el arco respondía a la estatura de su usuario. Es de
resaltar, por lo extremo, el de los Sirionós, descripto por Nordensklôd en “The
ethnography of South-America seen from Mojos in Bolivia” (Comparative
ethnographical studies Nº 3 – 1924, Goteborg, Noruega). Estos indígenas, de
magro desarrollo físico, al verse compelidos a emplear maderas de escasa
flexibilidad, confeccionaban sus arcos de un tamaño tal, que conllevaban al uso de flechas de hasta dos
metros con veinte.
La morfología, tanto del arco, como de la flecha, estaba sujeta, no sólo a
la disponibilidad de materiales, como el caso señalado en el párrafo inmediato
anterior, sino también a tradiciones, consideraciones ornamentales, modalidades
de empleo, etc.
Garcilazo de la Vega en “La Florida del Inca” (Editorial Emecé – 1945, Buenos
Aires, Argentina), resalta con admiración, que las maderas de los arcos eran de
una dureza tal, que su tensado superaba la destreza de los soldados españoles,
en tanto que los indígenas lo hacían en un movimiento rápido y sin aparente
esfuerzo.
En lo que hace a la modalidad de disparo, en el continente americano no
hubo un estilo único, era empleado horizontalmente, verticalmente, sesgado y
hasta quienes lo hacían tendidos de espalda en el suelo, sosteniéndolo con los
pies.
Al igual que los arqueros del continente europeo, los indígenas protegían
el brazo izquierdo del golpe de la cuerda, mediante el uso de cueros animales.
Los materiales empleados para la confección de las cuerdas, variaban según
las condiciones ambientales de sus constructores, así los indígenas de las
zonas tropicales y selváticas empleaban de preferencia fibras vegetales,
seleccionadas por su resistencia y fortaleza, mientras que los que habitaban
las planicies y pampas, usaban tientos de cueros animales.
Las puntas también respondían a recursos regionales, los pueblos
litoraleños emplearon espinas de pescado y púas de rayas, donde las hubo. En el
interior, los que habitaban las selvas, emplearon la madera aguzada, con un
diseño simple o arponado, endurecida por el fuego, en tanto que los de las
montañas tallaron el sílex, la obsidiana, el cuarzo, la pizarra, la calcedonia,
el ópalo, el aguamarina, la esmeralda, etc..
Era generalizado el diseño de los astiles de forma tal que al menor intento
de retirar la punta de la herida, éste se quebrara obligando a una intervención
quirúrgica para extraer la punta.
Alberto M. Salas, en “Las armas de la conquista de América” (Editorial Plus
Ultra – 1986, Buenos Aires, Argentina), señala con holgura, la paciencia que
los nativos daban a la confección, pulido y emplumado de arcos y flechas y la
sorpresa que ello causaba en los hispanos. Al punto, cita a Alonso González de
Nájera en “Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile, donde...”
(Imprenta Ercilla – 1889, Santiago de Chile, Chile):
“...Y es muy de notar, que con ser los indios gente
tan viciosa y haragana, como tengo significado en la relación tercera, y no
tener ejercicio ni ocupación que sea de algún primor, lo tienen maravilloso en
saber labrar sus armas, por lo cual se puede bien decir, que a las que saben
mueren.”
En el presente, nos resulta incomprensible este desprecio por los pueblos
aborígenes, tomando en consideración que el arco y la flecha eran el
instrumento de la subsistencia propia y familiar y por ello su importancia era
relevante.
El correcto emplumado del astil, fijado por medio de pagamentos vegetales,
aseguraba a la flecha el alcanzar con precisión al blanco. El mismo autor que
citamos en el anteúltimo párrafo señala la confección de emplumes en espiral
que forzaban la rotación de la flecha, aunque equívocamente atribuye a ella una
mayor penetración.
Es interesante la cita, siempre dentro del trabajo de Alberto M. Salas, de
“...flechas y dardos
codiciosos que multiplican sus puntas para hacer varias heridas a la vez. Estas
son las fisgas y los tridentes, que aunque fueron usados en muchas partes,
dieron particular cuidado a los conquistadores de México.”
Pese a desconocer su utilización dentro de nuestro actual territorio nacional,
el dato no deja de ser curioso.
Los relatos españoles de la conquista también señalan el empleo de
“silbaderas” esto es, flechas especialmente diseñadas para que su vuelo
produjera un silbido que ejerciera un efecto psicológico sobre el atacado.
Parece ser que su origen fue en un principio plenamente lúdico, pero que más
tarde se orientó al empleo guerrero y que se dio tanto en Paraguay, como en
Brasil, Bolivia, Perú, Venezuela y otros territorios americanos.
La mayoría de los pueblos originarios llevaban las flechas en un carcaj o
aljaba, colgado a la espalda, siendo una excepción los puelches patagónicos,
los únicos en portarlas en la cabeza, sujetas por unos cordones de lana con los
que conformaban su tocado.
Al parecer resulta un lugar común en todos los cronistas de la conquista
española, el exponer la capacidad de los indígenas de lanzar un gran número de
flechas en corto tiempo. Son coincidentes al reseñar hechos de distintas
regiones americanas, Franz Xaver Eder en “Descriptio provincias Moxitarum, in
regno Peruano...” (Typis universitatis – 1791); Juan de Castellanos en “Elegías
de varones ilustres de Indias” (Hernando – 1914, Madrid, España); Pedro Mártir
de Anglería, en “Décadas del Nuevo Mundo, traducción...” (Bajel – 1944, Buenos
Aires, Argentina); Pedro de Aguado en “Historia de Santa Marta y nuevo reino de
Granada” (Imprenta J. Ratés – 1916/1917,
Madrid, España) y Bernardino de Sahagün en “Historia general de las cosas de
Nueva España” (P. Robredo – 1938, México), en señalar que, mientras los hispanos
cargaban sus mosquetes o tensaban sus ballestas, recibían los efectos de una
lluvia, en el sentido literal, de flechas lanzadas en su contra.
Citando textualmente a Pedro Mariño de Lovera en “Crónica del Reino de
Chile escrita por el capitán..., dirigida al Excmo. Sr. D. García Hurtado de
Mendoza, marqués del Cañete” (Imprenta del Ferrocarril – 1865, Santiago de
Chile, Chile), al referirse al asedio del fuerte de Arauco:
“... fue tal el rastro que
dejaron –los araucanos- de la continua batería de aquellos días que en sólo las
flechas cayeron dentro de fortaleza hubo siempre leña suficiente para guisar de
comer todos los soldados, y aún sobraron después de alzado el cerco quinientas
y ochenta mil sin otras muchas que destruyeron los caballos.”
Más allá de la duda respecto de la rigurosidad numérica, sin lugar a dudas
la cantidad disparada dejó honda huella en el espíritu del cronista.
Otras citas se refieren que los indios nunca se estaban quietos durante la
lucha, al parecer como una táctica que provenía de sus combates entre sí y que
les permitía hurtar el cuerpo a las flechas y aún desviarlas con su propio
arco. Teniendo en cuenta la lentitud de carga y disparo de los arcabuces,
mosquetes y ballestas de los españoles, resulta fácil de imaginar el desconcierto
al buscar un blanco en medio del combate.
La distancia eficaz de disparo, conforme a crónicas de la época, estaba entre
los sesenta y ochenta metros, atribuyéndose una gran potencia a los disparos,
capaces de atravesar la pierna de un jinete y aún el vientre del caballo,
asomando por el otro lado o de alojar toda la flecha dentro del pecho de la
cabalgadura, ingresando por el muslo.
Un comentario final, la marcada destreza en el manejo del arco por parte de
los pueblos originarios, tenía su raíz, desde muy temprana edad, en la
enseñanza, los juegos y las excursiones de caza para la búsqueda del diario
sustento.
Tanta fue la peligrosidad atribuida al arco, que tan pronto como se
sometían las tribus, se utilizaban todos los medios disponibles para impedir la
confección de arcos, permitiéndose en aislados casos, los de caza más débiles.
Es de señalar la afirmación de Gonzalo Fernández de Oviedo en “Historia general
y natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano” (Real Academia de
la Historia – 1851/1855, Madrid, España), quién mientras comerciaba en la costa
de Santa Marta y Cartagena, se dedicó a rescatar arcos de las manos de los
nativos, llegando, atento a sus afirmaciones, a reunir diez mil.
En menor medida
que el arco, algunos pueblos americanos utilizaron un ingenio que, empleando la
fuerza centrífuga y con una suficiente cuota de habilidad por parte de su
usuario, servía para impulsar un dardo hacia el blanco elegido y al que los
españoles denominaron “estólica”, “amiento”, “aviento”, “aviento de palo”,
amientos de palo” y trancahilo”, mientras que los aztecas “atlatl”.
La denominación de “amiento” se remonta a la expresión latina “amentum”,
que los romanos daban a una correa de cuero que utilizaban para impulsar un
dardo. Los españoles también la usaron para lanzar cañas en sus fiestas de
equitación.
Garcilazo de la Vega en “La Florida del Inca” (Editorial Emecé – 1945,
Buenos Aires, Argentina), proporciona una colorida semblanza del arma:
“Un español salió herido de
una arma, que los castellanos llaman en Indias tiradera, que más propiamente
llamaremos bohordo, porque se tira con amiento de palo, o cuerda. La cual arma
no habían visto nuestros españoles en todo lo que por la Florida, hasta aquel
día habían andado. En el Perú la usan muchos indios: es una arma de una braza
en largo de un junco macizo, aunque fofo por adentro, de que también hacen
flechas. Ëchanle por casquillos puntas de cuernos de venados, labradas en toda
perfección, de cuatro esquinas, e arpones de madera de palma, o de otros palos,
que los hay fuertes, y pesados como hierro; y para que el junco de la flecha, o
bohordo, al dar del golpe, no hienda con el arpón, le echan un trancahilo, por
donde recibe el casquillo, o arpón, y otro por el otro cabo, que los ballesteros
en los virotes llaman batalla, donde recibe la cuerda del arco, e del amiento,
con que lo tiran. El amiento es de palo, de dos tercias de largo, con el cual
tiran el bohordo con grandísima pujanza, que se ha visto pasar un hombre armado
con una cota. Esta arma fue en el Perú la más temida de los españoles, que otra
cualquiera que los indios tuviesen: porque las flechas no fueron tan bravas
como las de la Florida”
Alberto M. Salas, por su parte, en “Las armas de la conquista de América”, obra
ya citada, nos proporciona la siguiente descripción:
“Esquemáticamente podemos
describirlo como una vara de madera, en uno de cuyos extremos hay un pequeño
gancho o tope sobre el que se apoya la parte posterior del dardo, de modo que
este y el propulsor quedan dispuestos paralelamente. El dardo, empujado por el
tope o talón posterior, recibe impulso violento al ser proyectado desde arriba
del hombro hacia delante con todo el rigor del brazo. La simplicidad de la
forma y del mecanismo soportan, como en el arco y la flecha, pocas variantes.”
El principio rector del ingenio es, que al prolongar el brazo del lanzador
y girar el propulsor sobre la muñeca hacia arriba y con gran rapidez, propina
al dardo una mayor fuerza y precisión, en comparación con la que sería posible
obtener con la sola intervención de la mano.
En opinión de Miguel I. Izaguirre, autor de un interesante trabajo titulado
“El Atlatl Prehistórico” (Revista Week-End, Págs. 46/48 – Noviembre 1976,
Buenos Aires, Argentina), su alcance es superior a los noventa metros.
Antonio Ramos Zuñiga, en “Armas Raras y Curiosas” (Editorial Gente Nueva – 1987,
La Habana, Cuba), señala que los etnólogos lo consideran más antiguo que el
arco, fechando su origen durante el paleolítico superior. El mismo autor,
agrega que mantuvo su arraigo en comunidades aborígenes de Sudamérica,
Australia y entre los esquimales.
Pese a lo dicho, también se encuentran rastros de su empleo en distintas
latitudes, entre las que merecen señalarse: Europa Oriental y el Oriente
Siberiano.
En el continente americano, fue empleado tanto por los incas, como por los
aztecas, tribus del curso superior del Amazonas, de mesoamérica y de la parte
norte del continente.
Su confección y decoración fueron variadas, destacándose los aztecas, por
ser particularmente lujosos, decorados con láminas de oro y delicadas tallas de
hombres y dioses.
Por el contrario, los empleados en el Amazonas y en el Perú fueron simples
y austeros, encontrándoselos representados en vasos preincaicos fabricados por
pueblos costeros, donde, con colores cálidos y brillantes guardas, es dable
apreciar a guerreros tan precisamente dibujados, que es posible percibir la
atadura del gancho del propulsor.
En la Sierra Norte del Ecuador se usaba también un tipo de propulsor con un
solo gancho, el "distal". El proximal estaba con un ensanchamiento
con perforación central para introducir el dedo.
Conforme a Alberto M. Salas, en la obra antes citada, los dardos
utilizados, fueron denominados “tiraderas” y las describe como semejantes a una
flecha, más o menos largas.
Bernardino de Sahagün en “Historia general de las cosas de Nueva España”
(P. Robredo – 1938, México), indica que los aztecas se reunían en un día del
decimocuarto mes de su calendario, en el templo de Huitzilopochtli, para
confeccionar flechas y dardos. Unos se ocupaban de cortar las cañas, otros de
emplumarlas y otros de dotarlas de punta, para luego reunirlas en haces y
ofrecerlas a Huitzilopochtli, para que les garantizara la victoria. Agrega que
se llevaban a cabo sacrificios de esclavos y que los guerreros, que durante los
días previos habían evitado el contacto con mujeres y bebidas, cortaban sus
orejas, para extraerse sangre.
VENENOS
El aplicar veneno
a las puntas de flechas no fue una creación americana, si bien fue una práctica
común a muchos pueblos y en muchas regiones, llevando a toda clase de
exageraciones, particularmente aquellas destinadas a justificar la acción
militar española durante la conquista.
El empleo de venenos para incrementar la capacidad letal de las armas fue
una práctica muy remota y no siempre con resultados eficaces. Con proximidad a
la conquista americana, durante la Guerra por la Reconquista de España, tanto
los cristianos, como los moros, “enherbolaban” las flechas con la “vedegambre”,
a punto tal que se la conoció como “yerba de ballesteros”.
Debe si tenerse presente que el uso de flechas envenenadas fue bastante
común en muchas regiones americanas y que ello ha llevado a toda clase de
exageraciones, particularmente a aquellas destinadas a justificar la acción
militar española.
Por otra parte, fácilmente puede deducirse que la prodigalidad de las
regiones tropicales puede haber producido dos efectos distintos con una misma
conclusión, por un lado una amplia variedad de plantas utilizables para
fabricarlo y por el otro lado, un clima propicio a las infecciones ante la
menor herida, lo que sumado a los escasos o nulos conocimientos médicos,
produjo efectos considerables.
Salas, autor y obra citados anteriormente, recoge la descripción que hace
Pedro de Aguado en “Historia de Santa Marta y nuevo reino de Granada” (Imprenta J. Ratés – 1916/1917, Madrid, España)
respecto de su preparación por indígenas.
“Paréceme que, pues he dado
cuenta de las ponzoñas y de sus fuentes, que también la debo dar de la forma y
manera cómo se hace de ella la ponzoñosa yerba a quien impropiamente han dado
nombre de yerba, pues en toda la mezcla que de estas ponzoñas sabandijas y
animales se hace no lleva ninguna yerba ni zumo de ella, pero el nombre le vino
de la que los ballesteros usan en España, con que matan la caza.
Esta ponzoña o yerba para
untar las flechas, en cada provincia se hace de diferentes maneras, según que
en otras partes he dicho, y por eso la orden que aquí refiero es la que se
tiene entre estos palenques o patangoros.
En un vaso o tinajuela
echan las culebras ponzoñosas que pueden haber y muy gran cantidad de unas
hormigas bermejas que por su ponzoñosa picada son llamadas caribes, y muchos
alacranes y gusanos ponzoñosos de los arriba referidos, y todas las arañas que
pueden haber de un género que hay, que son tan grandes como huevos y muy
vellosas y bien ponzoñosas, y si tienen algunos compañones de hombres los echan
allí con la sangre que a las mujeres les baja en tiempos acostumbrados, y todo
junto su pudre y corrompe, y después de esto toman algunos sapos y tiénenlos
ciertos días encerrados en alguna vasija sin que coman cosa alguna, después de
lo cual los sacan, y uno a uno los ponen encima de una cazuela o tiesto, atado
con cuatro cordeles, de cada pierna el suyo, tirantes a cuatro estacas, de
suerte que el sapo quede en medio de la cazuela tirante sin que se pueda menear
de una parte a otra, y allí una vieja le azota con unas varillas hasta que le
hace sudar, de suerte que el sudor caiga en la cazuela, y por esta orden van pasando
todos los sapos que para este efecto tienen recogidos, y desde que se ha
recogido el sudor de los sapos que les pareció bastantes, júntanlo o échanlo en
el vaso, donde están ya podridas las culebras y las demás sabandijas, y allí le
echan la leche de unas ceibas o árboles que hay espinosos, que llevan cierta
frutilla de purgar, y lo revuelven y menean todo junto, y con esta liga untan
las flechas y puyas causadoras de tanto daño. Y cuando por el discurso del
tiempo acierta esta yerba a estar feble, échanle un poco de la leche de ceibas
o manzanillas, y con aquesta solamente cobra su fuerza y vigor.
El oficio de hacer esta
yerba siempre es dado a mujeres muy viejas y que están hartas de vivir, porque
a las más de las que la hacen les consume la vida el humo y vapor que de este
ponzoñoso betún sale.”
Hemos decidido transcribir el relato, bastante escabroso en algunas partes,
porque nos pinta francamente, un alto grado de superchería por parte de los
conquistadores e inocencia o superficialidad por parte de contemporáneos.
Una verdadera pintura respecto del temor que el veneno inspiraba en el
conquistador y el desprecio de la vida humana original, lo dan dos extractos
tomados de la ya citada obra de Salas, quién a su vez hace referencia a
Fernández de Oviedo en “Historia General y Natural de las Indias, Islas y
Tierra Firme del Mar, Océano” (Real Academia de la Historia – 1851/1855, Madrid,
España) en el primero y a Gutiérrez de Santa Clara en “Historia de las Guerras
Civiles del Perú” (Victoriano Suárez – 1904/1925, Madrid, España) en el
segundo.
“A medida que Orellana
progresa en su navegación por el Amazonas y se va aproximando al mar aumenta
entre sus hombres el temor a la yerba, que creen descubrir en un betún que
cubre las flechas y las varas que les arrojan los indios. Y deciden investigar:
“…y el capitán mandó que se experimentase, porque aunque parecía género de
crueldad hacer la experiencia en quien no tenía culpa, su intención no era sino
para saber la verdad e quitar el temor de la hierba a los cristianos. E para
este efecto, a una india que venía en los bergantines, pasárosle los brazos con
aquella que se pensaba ser hierba de la ponzoñosa que en muchas partes de la
Tierra-Firme usan los indios; e como no murió, salieron de duda los temerosos,
e plugo a todos mucho con tan buena nueva.”
“En el Tucumán fue el indio
quién descubrió el secreto. (se refiere a los contravenenos) Los soldados
tomaron a uno, le flecharon con yerba los muslos y lo dejaron en libertad
aunque acechándolo cuidadosamente. Parece que los otros procedimientos
habituales –torturas- habían fracasado. “El indio fue así herido, que apenas
podía andar, y junto al pueblo cogió dos hierbas y majólas en un mortero
grande, y de la una bebió luego el zumo, y con un cuchillo que le dieron se dio
una cuchillada en cada pierna do era la herida, y buscó la púa de la flecha y
sacóla, y puso en las heridas el zumo de la otra hierba que había majado, y
estuvo después con mucha dieta y sanó prestamente.”
Parece que en la mayor parte de los casos la sustancia venenosa era un
líquido en el cual mojar las flechas, aunque existen menciones a una mezcla
sólida, que distinguen por un “color cera pez”, sin que la distancia que hoy
nos separa de los cronistas nos permita una muy certera comprensión.
El principal acusado de servir de base a estos venenos fue el manzanillo,
específicamente sus ceibas, otorgándosele capacidad letal en el término de
veinticuatro horas.
Por otra parte, también se cita el coliguai como usado por puelches y
araucanos en territorio chileno, el curare por los jíbaros y el pakurú por
indígenas colombianos.
CERBATANA
Consistía en un
tubo de madera o caña, perforado por su parte interior, en la que se introduce
un dardo, esto es una púa provista de plumas u otro aditamento flexible, el que
es expulsado por medio de una corriente de aire violentamente liberada por al
boca del usuario.
Se la conoció en la Edad Media como arma exclusiva de caza, aunque algunos
historiadores le asignan a los árabes su uso durante el siglo XIII para arrojar
“fuego griego” sobre sus enemigos.
Fue utilizada por aborígenes americanos, siameses, birmanos, malayos,
filipinos, dayabos, iroqueses, y de África Ecuatorial.
Existió una gran variedad de diseños y formas, cortas y sencillas para la
caza de pájaros y pequeñas presas y largas de hasta cinco metros de longitud,
que impulsaban un dardo de treinta centímetros de largo a una distancia de
ochenta pasos.
En lo concerniente a su empleo en el continente americano, son raras las
citas que corresponden al siglo XVI, opinando algunos etnólogos que su difusión
se encuentra atada al empleo del “curare”, veneno de particular virulencia y
cuya composición, a partir de medios naturales, sigue siendo motivo de
controversia.
Se sabe que el mismo afecta el sistema nervioso, logrando la parálisis
inmediata de las funciones vitales. Su uso se extendió a la cuenca del Amazonas
y Orinoco en donde desplazó al arco y la flecha, principalmente en la caza de
pequeñas aves, no teniéndose acabado conocimiento de su empleo guerrero.
En los pueblos originales que se distinguieron por su empleo se encuentran
los caribes.
PÚAS
Fueron simples espinas vegetales o maderas hábilmente aguzadas,
que se disimulaban entre las malezas para herir el pie o la pierna del
inadvertido. También se colocaban en las ramas de los árboles y en las costas
de Cartagena se cita su “siembra” en las playas, en éste último caso por
indígenas “amigos” del conquistador español, contra piratas franceses que asolaban
esas tierras.
LOS GASES
Son pocos las referencias de autores que reseñan la
conquista, referentes a este particular instrumento bélico. Estas fuentes refieren
el uso del ají y la pimienta para molestar o espantar al enemigo, mediante su
quema.
El ají es una planta de origen americano, de empleo culinario, con
variedades que presentan una singular concentración de su sabor. Casi todas las
culturas americanas han sido afectas a su empleo culinario, especialmente las
de la región andina, destacándose que entre los peruanos era símbolo de hombría
y virilidad, prohibiéndose su degustación durante los ayunos religiosos. Los
frutos alargados, verdes y rojos son un motivo frecuente en la decoración de
las cerámicas, encontrándose también su presencia asociada con representaciones
religiosas de la agricultura y la abundancia.
Es singular un relato expuesto por Salas en la obra anteriormente citada:
“El conquistador parece
haber entrado en contacto con esta extraordinaria arma en los primeros días de
su resistencia en América. En la circunstancia que nos relata Castellanos, los
indios no han usado precisamente el gas, sino simplemente el ají molido. Las
cosas ocurrieron de esta manera: numerosos agravios sublevaron a los indios
contra la guarnición del pequeño fuerte de la Natividad, en la isla Española,
el primer establecimiento hispánico en el Nuevo Mundo. Colón navegaba
triunfante hacia la Corte, con los indios, las frutas y papagayos que darían
evidencia a su relato. Los pocos hombres que allí resistieron el inicial ataque
de los indios sabían cubrir el cuerpo con rodela y escudo que recibían los
dardos y las flechas. Ya fuera por esta circunstancia, ya porque, como
sospechamos, era éste un modo habitual de lucha, los indios decidieron emplear
el ají como estornutatorio violento y repetido que impidiera la eficaz defensa
de la rodela. Para ello llenaron calabazas con polvo de ají y ceniza, que
arrojaron dentro de la empalizada en que se defendían los españoles.
…..
Y al quebrarse los cuerpos
en violentos estornudos caían las rodelas que dejaban librado el paso a las
flechas que acabaron rápidamente con los españoles.”
LANZAS
La lanza es
un arma simple y primitiva que permite tanto infligir daño a distancia, como
mantener alejado al enemigo.
La lanza o “chuki” se encontraba constituida por un astil de madera o “gaspin” o “tullun”, aguzado en un extremo o provista de punta, “ñawch’in” o “ñawin”, de piedra pulida, hueso o cuerno, cobre o bronce o madera endurecida. El largo y peso se adaptaba al uso, las de empuñe, eran largas y pesadas, para clavar; las de lanzamiento, cortas y livianas.
La lanza o “chuki” se encontraba constituida por un astil de madera o “gaspin” o “tullun”, aguzado en un extremo o provista de punta, “ñawch’in” o “ñawin”, de piedra pulida, hueso o cuerno, cobre o bronce o madera endurecida. El largo y peso se adaptaba al uso, las de empuñe, eran largas y pesadas, para clavar; las de lanzamiento, cortas y livianas.
Casi todos los pueblos americanos han usado lanza, de longitudes y
materiales diversos, aunque para fortuna de los españoles, solo unos pocos
desarrollaron tácticas de combate para su empleo, que constituía un formidable
enemigo para las rodelas y si combinaba un despliegue conjunto de caballada, un
obstáculo muy difícil para la caballería hispana.
Los pueblos andinos prefirieron las “sacb’aq cbuki”, realizadas en madera de
palmera de cbonta (“bactris setosa”) que crecía en bosques tropicales y que resultaban
duras y flexibles a la vez.
En los relatos de cronistas surgen nombres conforme a sus aditamentos o al
grupo étnico que las empleaba: así hallamos “llaga cbuki” o “lanza con borlas”:
“cb’aska cbuki” o “borlas de Cañaris”. Justamente, estos últimos, los cañaris o
puruháes emplearon unas lanzas ahuecadas en su extremo, que producían un sonido
al ser arrojadas.
Los araucanos, aprovechando una topografía apta para la guerrilla y la
escaramuza, dejaron de lado el arco y se volcaron por nutridas agrupaciones
montadas provistas de muy largas lanzas. El único recurso español, fue el
empleo de artillería y arcabuces para romper las formaciones y permitir el
combate individual de su caballería.
Las lanzas araucanas eran, como hemos dicho, sumamente largas, algunos
autores afirman que alcanzaban más de ocho metros, cuarenta palmos en la medida
de la época, mientras que otros les asignan casi siete metros (33 palmos = 6,90
mts.) a las llevadas a pie y más de cinco metros (25 palmos = 5,25 mts) a las
portadas a caballo.
El araucano, que a fines del siglo XVI dominaba el arte de montar, armado
de lanza, logró equilibrar el combate frente a un adversario dotado de armas de
fuego, si bien estas eran de lenta carga e incierto disparo.
En lo que hace a la situación en nuestro país, podemos remitirnos a las
palabras de Álvaro Yunque en “Calfucurá - La Conquista de las Pampas” (Pág.
91/92), citado por el Gral. Adolfo Arana en “La Historia Patria y la Acción de
sus Armas” (Revista Militar, Vol. 186/88, Pág. 260 - Círculo Militar Argentino,
1960, Bs. As., Argentina):
“Al brincar y afirmarse
sobre el caballo, el indio da, racionalmente un salto de siglos. Es otro
hombre. Todo cambia en él. Se siente más seguro, más valeroso. Los pampas se
achican. Multiplica su agilidad y su fiereza. Los araucanos de Ercilia y de
Ona, llevan escudos, mazas y flechas. Los que ven a los güincas llegados al
Plata, tiran el escudo por inútil, la maza porque les quita agilidad y alargan
la flecha. La convierten en lanza, cuyo extremo adornado con plumas de
avestruz, multicolores, perfumadas con orín de zorrino, espanta a los caballos
del huinca...”.
En opinión de Agustín Zapata Gollan, en “La guerra y las armas” (EUDEBA – 1963,
Bs. As., Argentina) la lanza era otra de las armas utilizadas por los naturales
americanos, aunque “no tan general y común como el arco y la flecha”. Señala
que se producían variaciones en sus características, según las naciones indias
que las empleaban, en éste sentido afirma que los indios colombianos y los
araucanos chilenos se servían de ejemplares muy largos, mientras que los caribes,
los nómades de las praderas norteamericanas y los mixtecas mejicanos las
dotaban de puntas de piedra. El mismo autor, por su cuenta y riesgo, expresa
textualmente:
“Algunas tribus hacían
lanzas de palma y otras de caña, que, empuñadas con las dos manos, las
impulsaban con tal fuerza que hubo soldados de la conquista que murieron con el
pecho atravesado hasta la espalda después de haberles perforado el escudo, la
coraza y la malla de hierro.”
El hijo de Cristóbal Colón en su “Historia...” refiere que los caribes
podían con sus lanzas atravesar las paredes hechas con hojas de palma,
alcanzando a los que estaban dentro.
Los charrúas, habitantes de la margen izquierda del Río de la Plata, hoy
República Oriental del Uruguay, empleaban una lanza de aproximadamente tres
metros de largo, dimensión que, si bien no era común, tampoco revestía
características inusuales en el continente americano.
LAZO
Salas, en
el trabajo reiteradamente citado, afirma, contrariando las opiniones de otros
autores, que cierta forma de lazo fue utilizada en la conquista de territorio
chileno, a mediados del siglo XVI. Al punto señala:
“No se trata del lazo tan
difundido en nuestras pampas y otras regiones americanas, pero esta forma que
describimos es un arma que sin lugar a dudas se le parece. No es nuestra
intención ocuparnos del problema que plantea el origen de esta arma y útil de
trabajo, pero no dejaremos de insinuar, como una mera posibilidad, la
existencia de este lazo araucano como antecedente de sumo interés.”
Alonso de Góngora Marmolejo en “Historia de Chile desde
su descubrimiento hasta el año de 1575…” (Imprenta del Ferrocarril – 1862, Santiago
de Chile, Chile), señala:
“Para esta batalla hicieron
los indios una invención de guerra diabólica; que fue en unas varas largas como
una lanza, ataban a ellas desde poco más de la mitad un bejuco torcido, que
sobraba de la vara una braza y más, esta cuenta que sobraba era un lazo que
estaba abierto, y de aquellos lazos llevaban los indios de grandes fuerzas cada
uno. Estos hicieron mucho daño, porque como andaban envueltos con los
cristianos tenían ojo en el que más cerca llegaba, y echábanle el lazo por la
cabeza, que colaba a el cuerpo y tiraban tan valientemente con otros que
andaban juntos para el efecto de ayudarles, que lo sacaban de la silla dando
con él en tierra e lo mataban a lanzadas y a golpes de porras que traían...”
Pedro Mariño de Lovera, en “Crónica
del Reino de Chile escrita por el capitán… (Imprenta del Ferrocarril – 1865, Santiago
de Chile, Chile), afirma que los españoles, para impedir que la cuerda del lazo
les ciñera el cuerpo, habían adoptado como medida preventiva el llevar la lanza
o la pica junto a la celada.
MACANAS
La palabra
macana proviene de un vocablo taíno, lengua caribe. Generalmente denominó a las
mazas de madera que utilizaban los guerreros precolombinos, pero también a los
garrotes pesados.
Un hijo de Cristóbal Colón, de
nombre Fernando, en su obra “Historia… “, dice que los Caribes empleaban “unos
maderos que traen en lugar de espada y llaman macana”. Acota que, en el cuarto
viaje de su padre, vio cómo unos naturales, además de arcos y flechas, portaban
una especie de pequeños bastones de palma, muy negros y muy duros, cuya punta,
dice “estaba armada con espinas agudas de peces”.
Se trataba en ambos casos de una pesada
maza de madera rematada en una gruesa extremidad redondeada, que llegaba en algunos
casos a la altura de un hombre y obligaba al empleo de ambas manos para
propinar un golpe de singular eficacia. En la segunda de las citas su poder contundente,
resultaba reforzado por las púas, a semejanza de la cachiporra europea. Fue
utilizada por varias tribus americanas, especialmente por los aztecas.
Los guaycurú, del Chaco, conforme a
los dichos de Agustín Zapata Gollan, en “La Guerra y las armas” (EUDEBA – 1965,
Buenos Aires, Argentina), “las hacían de una madera llamada palo santo y les
redondeaban el extremo haciéndoles una cabeza que tenía la forma de esfera”.
En el Perú se empleaba una variante,
denominada “rompecabezas “, consistente en un mango de madera de unos ochenta
centímetros de largo, sobre el que se montaba una piedra o una pieza de
fundición de bronce de forma estrellada. Se dice que la pieza, perforada en su
centro para recibir la empuñadura, era implantada en ramas jóvenes, para que el
crecimiento de la planta produjera engrosamientos a ambos lados que la fijaran.
La existencia de maderas durísimas y
la gran destreza por parte del indio, sembró el terror entre las filas de los
conquistadores hispánicos.
Fernández de Oviedo y Valdez en
“Historia General y Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar
Océano”. (Real Academia de la Historia, Tomo I, Pág. 68 - 1851/55, Madrid,
España), afirma que en Haití las macanas tenían dos filos tallados en la
madera, lo cual les hacía capaces de descuartizar a un hombre.
Marshall H. Saville en
“Bladed war clubs from British Guiana” (Museum of American Indians.-1921, New York, EE.UU.), señala que los naturales
de Guayana empleaban un tipo corto, de sección rectangular, que presentaba en
su extremidad de percusión, aristas y vértices.
González de Nájera en “Desengaño y
reparo de la guerra del Reino de Chile, donde se...” (Imprenta Ercilla, Pág. 96
– 1889, Santiago de Chile, Chile), dice acerca de la macana utilizada por los
araucanos:
“...la cual arma es una
asta de madera densa y pesada, de largueza de quince palmos, poco más o menos,
y tan gruesa como la muñeca, con una vuelta al cabo de hasta palmo y medio, que
va ensanchando hasta el remate cuanto un palmo, y gruesa como dos dedos, modo
de tabla, en cuya vuelta forma un codillo que es la parte con que de canto hace
el golpe y hiere, y así se valen de ella los indios en las trabadas peleas, y
particularmente donde se defiende mucho algún enemigo, porque en tales tiempos
llega el macanero, y con un golpe que la alcanza, concluye con él y lo echa a
una parte por armado que esté, porque siendo esta arma, como es, de dos manos,
levantada en alto y dejada caer con poca fuerza que sea, ayudado su peso, como
queda atrás la vuelta que dije, y va el codillo adelante, corta el aire y
asienta tan pesado golpe donde alcanza, que no hay celada que no abolle, ni
hombre que no aturda y derriba; u aún es tan poderosa esta arma que se ha visto
algunas veces hacer arrodillar a un caballo, y aún tenderlo en el suelo de un
solo golpe....”.
LONCOQUILLQUILL:
Vocablo de origen mapuche, define
a una cachiporra o rompecabezas, descripta por Esteban Erize en “Mapuche-2”
como "maza hecha con la parte nudosa de una rama de árbol de madera dura o
bien con una piedra redonda de unos seis centímetros de espesor por diez de
ancho con un agujero transversal bicónico por el mango y tajada por nueve
dientes romos. Así la cita Housse en su Epopeya India."
BOLEADORA:
Las
boleadoras son piezas funcionalmente basadas en el aprovechamiento de la fuerza
centrífuga, que si bien son propias de nuestra Pampa y Patagonia, fueron utilizadas
en todo el Imperio Inca, sur del Brasil y Uruguay.
Enrique
Taranto, en un interesante artículo titulado “Las Boleadoras” (El Chasque Surero Nros. 31 y 32 – Argentina
1997), afirma que los esquimales y los habitantes de la costa groenlandesa,
usaron elementos dotados de cinco o más bolas en la caza de aves. Agrega el
hallazgo, durante exploraciones arqueológicas llevadas a cabo en el sur de los
Estados Unidos de Norteamérica, de restos que podrían ser atribuidos a
boleadoras; como así la existencia de rastros prehistóricos en el continente
africano, producto de un conocimiento cultural extinto.
Son
muchas y diversas las referencias de autores acerca de las boleadoras, durante
el período de la conquista española de América. De ellas rescataremos un puñado
que nos parecen interesantes desde el punto de vista testimonial.
Emilio A.
Coni, en El Gaucho –Argentina-Brasil-Uruguay, Ediciones Solar, Bs.As. – 1969,
pag. 32, citando el trabajo de José Luis Busaniche, Lecturas de Historia Argentina,
Bs.As. 1958, pag. 29, reeditado con el título Estampas del Pasado, Bs.As. 1959,
dice textualmente:
“...las
bolas eran conocidas y empleadas por los guaraníes fluviales, como lo prueba la
carta de Luis Ramírez, fechada en San Salvador a 10 de julio de 1528, en la que
dice que los querandíes peleaban con arcos, flechas y unas pelotas de piedra
redondas, grandes como un puño, con una cuerda atada para guiarlas.”
Agrega a
continuación que los indios cercanos a Buenos Aires, no pampas, boleaban en el
año 1600, patos en el aire.
Ulrico
Schmidl en “Viaje al Río de la Plata”, publicado por Emecé Editores – Segunda
Edición – Argentina 1997, refiere las peripecias de los hombres de Pedro de Mendoza
al intentar la conquista del Río de la Plata en el año 1536. Dentro del tema
que nos ocupa es válido rescatar su descripción de la muerte de Diego Mendoza a
manos de los querandíes:
“También usan una bola de piedra,
sujeta a un largo cordel, como las plomadas que usamos en Alemania. Arrojan
esta bola alrededor de las patas de un caballo o de un venado, de tal modo que
éste debe caer: con esa bola he visto dar muerte a nuestro referido capitán y a
los hidalgos: lo he visto con mis propios ojos. “
“... los indios de estas provincias son tan pocos, tan miserables e incapaces,
que por su solo motivo daran poco cuidado sus intentos, andan desnudos y
desarmados porque solo usan de unas bolas a manera de hondas, cubrense con
pellejos de venados, sustentanse con su carne y de caballos y toros cimarrones
que hay muchos en estos campos...”
Gonzalo
Fernández de Oviedo y Valdés en “Historia General y Natural de las Indias,
Islas y Tierra Firme del Mar Océano”, editada por la Real Academia de la
Historia – Madrid 1881/55 (Libro VI – Capítulo XLV), nos brinda la siguiente
semblanza acerca del empleo de las boleadoras:
“Mas tengo por cierto que de
aquella arma ..., que los indios usan en las comarcas y costas del Río
Pranaguaçu (Río de la Plata), nunca los chripstianos lo supieron ni leyeron, ni
los moros la alcançaron, ni antiguos ovieron della noticia, ni se ha oydo ni
visto otra en todas las armas ofensivas tan dificultosa de exercitar; porque
aún donde los hombres la usan, los menos son hábiles para la exerçer."
Bernabé
Cobo en “Historia del Nuevo Mundo”, edición de la Sociedad de Bibliófilos
Andaluces – España 1890/1893, efectúa el siguiente aporte:
“A corta
distancia, para asir y prender al enemigo, tiraban un instrumento dicho
“ayllu”, que es de dos piedras redondas poco menores que el puño, asidas con
una cuerda delgada y larga una braza, poco más o menos: tirábanlo a los pies
para trabarlos y hacer su efecto cuando la cuerda se encuentra con las piernas,
porque con el peso de las piedras de los cabos, da vueltas a ellas hasta
revolverse toda y enredarlas.”
El “Libro
de la vida y costumbres de Don Alonso Enríquez, caballero noble desbaratado”,
integrante de la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España
por el marqués de Fuensanta del Valle, D. José Sancho Rayón y D. Francisco de Zabalburu...
– España 1842/95, al describir las armas empleadas por Manco Capac en el sitio
del Cuzco, indica:
“...y otra manera
de armas que se llaman ayllos, que son de esta manera: tres piedras redondas,
metidas y cosidas en unos cueros a manera de bolsas, puestas en unos cordeles, con
tres ramales, a cada cabo de cordel puesta su piedra, de largo de una braza,
todo uno, y dende los andenes y albarradas los ata por el cuerpo e brazos, e
son tan ciertos y sueltos en esto, que toman un venado en campo...”
La
“Relación de los Sucesos del Perú con Motivo de las Luchas de los Pizarros y
los Almagros, hasta la pacificación realizada por el Licenciado La Gasca -
1548”, de la Colección Publicaciones Históricas de la Biblioteca del Congreso
Argentino, aporta:
“...no eran
señores de riendas ni espada, ni lanza, ni señores de sí; aquel día hicieron
mucho fructo los peones que con las espadas cortaban aquellas sogas con gran
trabajo, que apenas podían, por ser de nervios y muy colchadas...”
Por su
parte, el Gral. Adolfo Arana en “La Conquista del Desierto”, integrante de “La
Historia Patria y la Acción de sus Armas” publicación de la Revista Militar
Vol. 186 /188, editada por el Círculo Militar Argentino – Argentina 1960,
decía:
“...Además, las boleadoras arma
terrible, ya sea de tres bolas, esa que para el galope de los caballos y la
carrera del ñandú, del guanaco o del toro, los “laques” o la bola arrojadiza,
su arma de precisión, la que golpea en la frente del guerrero acorazado y lo
tumba. ...”
Más
adelante completa:
“La bola loca o perdida, era un
arma arrojadiza; la constituía una bola de piedra de diversa forma (que
llamaban “rompe cabeza”), iba sujeta a un tiento de cuero liso o trenzado de
más o menos de un metro de largo. También usaron dos bolas atadas a ambos
extremos de un tiento de cuero; servía para pelear y para bolear animales. Se
usaba, también para combatir, la de una bola de piedra o de metal y una manija
unidas por un trenzado de cuero y, por último las boleadoras comunes de dos bolas
iguales y otra más chica, que también se llamó “las tres Marías” en lenguaje
campero. Estas diversas bolas empleaban con singular maestría y eran sumamente
peligrosas. “
Esteban
Erize en Mapuche-2, publicada por Editorial Yepun - Buenos Aires 1989, afirma
respecto de las boleadoras, que se trataba de un arma indígena empleada en la
caza y la guerra,
“constituida por una, dos o tres bolas de piedra
sujetas por una correa o guasca de tientos retorcidos de más o menos un metro y
medio de largo.”
Agrega,
citando a Musters:
“Mi trabajo preferido era trenzar tendones de
avestruz para correas de boleadoras, Se sacan estos tendones dislocando la
coyuntura inferior de la pata; el primer tendón sale tirándose de él a mano y
el otro a la fuerza, usando el hueso de la pata como mango. Después se separa
del pie este hueso, dejando los tendones adheridos al primero; se les seca un
poco al sol y luego el hueso extraído sirve para separar las fibras tirando de
él fuertemente por entre los tendones. Una vez separados éstos, se les corta el
pie, se les da el mismo grueso y el mismo largo y se les pone en un sitio
húmedo para que se ablanden y cuando están blandos, se los trenza, frotándolos
con sesos cocidos para que sean más flexibles y ajusten mejor en la trenza.
Estas trenzas se hacen con cuatro ramales con la forma del gratel redondo que
todos los marinos conocen, pero las
puntas se doblan de una manera particular que requiera práctica para que salga
bien.”
Las
piedras, cuyo tamaño estaba relacionado con su uso, nunca eran mayores que un
puño, de forma esférica y dotadas de una ranura perimetral para fijar el
tiento. La de una sola bola se llamaba en mapuche “quinchumlaque” y era
conocida como “bola perdida”; se la arrojaba a distancias de setenta y ochenta
metros con buena puntería. Agregándole materiales combustibles, las “bolas
perdidas”, conjuntamente con las flechas incendiarias fueron las que
incendiaron las chozas y barcos de la primera fundación de Don Pedro de
Mendoza.
Las primitivas boleadoras eran de dos bolas,
agregándose luego una tercera de menor diámetro. Arrojadas a distancia, hacia
las patas de un animal, lograban su derribo o dificultaban su carrera.
El dibujo de la izquierda fue tomado de “La Boleadora – sus formas de
dispersión y tipos” de Alberto Rex Gonzalez, publicado en la Revista del Museo
de la Universidad de La Plata en 1953. En él podemos observar un ejemplar del
tipo erizado, procedente de Maldonado en la República Oriental del Uruguay, que
se encuentra en la colección Figueroa del Museo de La Plata, Pcia. de Bs.As.
Para el
combate cuerpo a cuerpo, eran un arma de consideración, el indio retenía una de
las bolas entre los dedos un pie y dando saltos de un lado a otro, destinados a
desorientar al adversario, revoleaba en su mano y por sobre su cabeza las
restantes bolas, amenazando con una u otra, hasta descargar el golpe,
preferentemente destinado a la cabeza o las costillas de su oponente.
Cabe
recordar los versos de José Hernández en el Martín Fierro:
“Las bolas las manejaba
aquel bruto con destreza
Las recogía con presteza
y me las volvía a largar
haciéndomelas silbar
arriba de la cabeza.
Aquel indio, como todos
era cauteloso, aijuna.
Ahí me valió la fortuna
de que peliando se apotra
me amenazaba con una
y me largaba con otra.
La bola en manos del indio
es terrible, y muy ligera;
hace de ella lo que quiera,
saltando como una cabra;
mudos, sin decir palabra,
peliábamos como fieras.”
En el
combate de a caballo el indio tomaba las riendas y una de las bolas con la mano
izquierda, sujetando la bola chica bajo el muslo de la pierna derecha,
revoleando las otras dos y manteniendo a distancia a su enemigo, hasta ver el
momento propicio para asestarle el golpe.
Teodoro
Aramendia dice: “la boleadora de origen pampa es arma hija de las condiciones
geográficas bonaerenses y en la gran provincia argentina tuvo su origen. Carlos
Ameghino las halló en las capas del terciario superior en la costa atlántica de
Miramar y Chapadmalal. Entonces el hombre era coetáneo de los grandes mamíferos
ya extinguidos como el megaterium y el toxodonte.”
La acción de bolear, la bolada o “laquetun” fue
para el indio una necesidad imperiosa: el obtener presas de caza para su alimentación.
Se veía físicamente disminuido frente a presas de veloz carrera como el
guanaco, el avestruz o el venado. La flecha y por sobre todo la boleadora, le
permitían derribarlos e inmovilizarlos. Para las piezas menores, las trampas de
soga, los palos y la honda resultaban eficaces. Cuando el indio dominó al caballo,
la bolada pasó de ser una faena a resultar una diversión, un
deporte. Félix San Martín afirma
que “el puelche boleaba en todo tiempo, así en invierno como en verano, siempre
que sus caballos estuvieran en buen estado.” Pero había una boleada anual por
otoño, cuando la “crianza” había alcanzado su desarrollo que la volvía útil
para la economía bárbara.”
En la
ilustración se muestra la manera de llevar la boleadora en la cintura, conforme
a los trabajos de Mario A. López Osornio, en “Las Boleadoras”, publica-do en
1941 por el Instituto de Cooperación Universitaria de Bs.As.
A fin de
recuperar las boleadoras que erraban el tiro, se las dotaba de una larga pluma
de avestruz, que denunciaba su presencia en los pastizales.
Las
boleadoras, en realidad un arma de caza destinada a la captura de animales
vivos, al ser utilizadas en el campo militar, causaron pánico en las filas montadas
de los españoles al provocar la rodada de las cabalgaduras.
Como ya
lo hemos esbozado más arriba, puede ser de dos clases:
1)
Dotada de dos o de tres bolas unidas por un cordel o tiento de cuero,
que se arrojan después de hacerlas girar por sobre la cabeza del usuario hasta
alcanzar suficiente fuerza impulsora. La de tres bolas puede ser considerada el
ejemplar típico argentino, que pasó del indio al gaucho en sus labores camperas.
Algunos autores opinan que el indígena utilizó las boleadoras de dos bolas,
mientras que la inclusión de una tercera, fue consecuencia de su adopción por
parte del gaucho. A. Ramos Zuñiga en la obra más arriba citada, afirma que los
españoles las denominaron “ayllo” y
que algunos autores las denominan “libes”.
En la ilustración vemos un
ejemplar de tres bolas perteneciente a la tribu de los uros, reproducido de la
página 158 de “Los Indios Pilagá del Río Pilcomayo” de E. Palavecino – Bs.As.
1933.
2)
Dotada de una sola bola de piedra que, atada a un cordel o tiento impulsor,
mantiene sujeto al proyectil después que se produce el lanzamiento. Denominada
inexplicablemente “bola perdida”, ya
que precisamente el cordel servía a su recupero, no fue un arma para enredar o
detener en carrera, sino para herir, lesionar en el combate cuerpo a cuerpo. También
fue conocida como “bola de uno” y en nuestro país fue empleada por los
pampas.
Entre los más antiguos textos
que la mencionan, podemos citar: “Carta de Luis Ramírez a su padre, Puerto de
San Salvador, 10 de Julio de 1528”,
citado por J. T. Medina en El veneciano Sebastián Caboto,... - España 1908;
Ulrico Schmidl – “Derrotero y viaje a España y a las Indias”, traducción del
manuscrito de Stuttgart, comentado por E. Wernicke - Universidad del Litoral –
Sta. Fé – Argentina 1938; Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdéz en “Historia
General y Natural de las Indias, Islas y Tierra firme del Mar Océano” - Real
Academia de la Historia – España 1851/1855; Martín del Barco Centenera – “Argentina y conquista del
Río de la Plata...” - editada por A.
Estrada y Cía – Argentina 1912 .
Como
vemos guarda mucha similitud con el sistema que más arriba hemos referido como
utilizado por los escoceses.
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